La teoría de la mente nos dice que los seres humanos somos los únicos animales capaces de interpretar cualquier gesto o cualquier acción de los demás. Cuando vemos que alguien hace algo, somos capaces de atribuir toda una serie de emociones, de motivaciones y de intenciones tras esa acción.
Es más (y aquí viene lo divertido) somos capaces incluso de atribuir motivaciones e intenciones a los actos de los demás incluso cuando no los presenciamos. Pero espera, espera, más difícil todavía, con cierta frecuencia fabulamos acerca de las acciones de los demás incluso cuando esas acciones jamás se han llevado a cabo y, si alguien nos advierte que jamás ocurrió lo que creíamos que ocurrió, también somos capaces de llegar al «sí, bueno, claro, no lo hizo, pero seguro que sabía cuáles iban a ser las consecuencias de hacerlo y por eso prefirió no hacerlo».
Esta teoría nos ha permitido durante siglos antagonizar a los demás sin que necesariamente nos hayan hecho nada. Piensa en la cantidad de veces que has discutido con alguien en tu cabeza porque creías que había hecho algo o porque estabas convencido de que iba a hacer algo.
Esto no quita que alguna vez hubiese una mala intención genuina detrás de un acto que te afectó directamente. Pero ¿cuántas veces no lo había? ¿De cuánta gente desconfiaste con base en un prejuicio que jamás se cumplió? ¿Cuántas veces una primera impresión te jugó una mala pasada?
Nuestras emociones nos han servido como modo de supervivencia durante miles de años, fundamentalmente dos, miedo y asco. La primera nos ha salvado en infinidad de ocasiones y lo sigue haciendo cada día. La segunda nos ha servido para evitar morir envenenados miles de veces. Pero además, esas dos y el resto, nos han permitido engalanar todo un sistema de comunicación formado por la voz y la palabra.
Con la voz (compartida con otros seres vivos), somos capaces de emitir ruidos que muestran nuestro agrado, nuestro dolor, nuestra incomodidad e incluso nuestro placer. Con la palabra vamos muchísimo más lejos, porque podemos racionalizar por completo nuestras emociones, les atribuimos significado, las explicamos y nos las explicamos continuamente.
«Estoy triste porque este helado de pistacho me ha recordado al verano en el que mi abuela me llevó a comer mi primer helado en un chiringuito de una playa levantina. Comer esto me ha recordado que mi abuela ya no está conmigo y de ahí mi tristeza».
A diferencia del resto de seres vivos, los humanos utilizamos la palabra para dotar de significados mucho más profundos las emociones que experimentamos y, también, hilando con el principio, las emociones de los demás: «me ha sonreído porque se siente atraído por mí», «levanta la mano porque quiere interrumpirme, está claro que me tiene envidia», «me estrecha la mano con tanta fuerza porque quiere mostrarse superior», y así hasta el infinito.
Pasamos buena parte de nuestro tiempo cada día explicándonos nuestras emociones, nuestras percepciones sensoriales (solo una parte de ellas, sino nos volveríamos locos) y las acciones de los demás que creemos que tienen que ver con nosotros.
Todo esto, por suerte, viene con un sistema defensivo incorporado: la distancia. Esa tendencia a interpretar constantemente cada movimiento de los demás, suele quedarse en nuestro ámbito más cercano.
En su parte más positiva nos ayuda a saber cuándo un familiar se enfada por un comentario o gesto que le hacemos sin necesidad de que tenga que verbalizarlo o nos permite interpretar el enfado de nuestra jefa cuando entregamos tarde un trabajo.
En otras palabras, nos ayuda a llevar un día a día más cómodo en la convivencia.
Por contra, en el lado negativo se sitúan todas las malas interpretaciones y, también, todas esas veces en las que el miedo juega su papel activado por un cambio o por puro instinto de supervivencia. Siempre habrá épocas en las que un comentario en el trabajo, por inocente que pueda ser, nos haga darle vueltas y más vueltas y acabemos en el catastrofismo más absoluto.
«Me ha dicho buenos días, pero en realidad es la manera de decirme que me van a despedir». Esto, por supuesto lo podemos extrapolar a cualquier otra interacción en cualquier ámbito. Puede pasarnos y pasa con amigos, pareja y cualquiera de los múltiples grupos sociales en los que nos metemos. No podemos remediarlo, es más, es una de esas cosas que entran dentro de las características propias del ser humano.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando eliminamos la distancia? ¿Qué pasaría si interpretásemos a diario las palabras, los gestos y las acciones de cualquiera, tanto si lo conocemos como si no, tanto si lo tenemos delante como si no? Eso son las redes sociales, un amplificador de la teoría de la mente, en su vertiente más negativa.
Piensa en cuántas veces has visto la foto de alguien e inmediatamente has emitido un juicio en tu cabeza del tipo «sube esta foto porque X». Recuerda la última vez que leíste la publicación de alguien y te llevó sin remedio a «está diciendo esto porque Y».
Ahora multiplica cada una de esas veces por la cantidad de veces que lo experimentas a diario. Puede incluso que se haya convertido en un acto reflejo, en algo que haces sin tener la más mínima conciencia sobre ello ni tampoco una intención clara al hacerlo. Sucede, sin más.
Nuestra mente intenta protegernos cuando nos advierte de que el gesto de alguien indica que tiene un conflicto con nosotros. Lo hace con la única intención de prepararnos para lo peor, para enfrentarnos al peligro que podría llegar a través de esa persona.
En función de nuestra experiencia o según algunos rasgos de personalidad, podremos ser más o menos confiados, más o menos asustadizos, más o menos intuitivos, etcétera. Pero ¿qué sucede si en vez de analizar algunas palabras y acciones diarias pasamos a analizar cientos, miles?
Pues que nuestro sistema colapsa, llegan el agotamiento mental y el sobrepensar. Pasamos gran cantidad de horas tratando de interpretar todos los mensajes que leemos, tanto si guardan relación directa con nosotros como si no, es más, habrá varias veces en las que les otorguemos esa relación sin que sea cierta.
¿Has pensado alguna vez «eso lo dice por mí» cuando has leído algún mensaje de algún conocido en redes? Hay probabilidades de que sea así.
La falta de distancia es total, puedes publicar algo ahora mismo y podrá leerse desde cualquier parte del mundo en cuestión de segundos, y eso tiene infinidad de aspectos positivos y, a la vez, varios negativos.
A menudo caemos en la avatarización del otro. Lo convertimos en una imagen que acompaña un nombre, es apenas un dibujo que pierde toda tridimensionalidad. Es solo una representación digital y, como tal, también pierde toda distancia. Con ese avatar podemos discutir sin descanso y podemos faltarle al respeto sin problema. Eliminamos cualquier rastro de humanidad.
Por un lado antagonizamos sus intenciones en todo momento y, por el otro, la falta de distancia nos permite obviar todo tipo de consideraciones que sí tendríamos frente a cualquier persona sentada frente a nosotros en una mesa. El respeto y la empatía saltan por los aires en los entornos meramente digitales, incluso cuando se pretende una defensa férrea de ellos. Todo queda por debajo de una capa de impostura propia de nuestro avatar.
Ante ello se necesita un poco de reflexión que permita avanzar hacia un mundo digital que nos permita recuperar cierto equilibrio mental. Necesitamos añadir distancia, pensar en todo lo que decimos en comentarios y publicaciones, ¿las haríamos en torno a una mesa? ¿diríamos eso mismo, en ese tono, con esa vehemencia?
Cada vez que hacemos o decimos algo estimulamos de inmediato la capacidad de los demás para interpretarlo y para atribuir intenciones, motivaciones y objetivos. El problema es que ahora mismo hacemos y, sobre todo decimos algo cada pocos minutos. Quizás sea el momento de pararse a pensar quince segundos, no hace falta más, tan solo quince segundos. Tiempo suficiente para preguntarse si estamos siendo claros, si somos oportunos, si somos empáticos y si tenemos el mismo respeto que tendríamos con alguien a medio metro.
Y si la respuesta es que no, es momento de darle una vuelta.