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Muerte ven

El 29 de diciembre de 2008 estaba grabando el pleno del ayuntamiento. Era un pleno ordinario, el último del año y ni siquiera recuerdo cuáles eran los temas candentes en aquel momento en la política local.

A media mañana me llamó mi madre y me dijo una de esas frases un tanto ambiguas que se utilizan en momentos delicados: «llama a tu hermano, creo que tu padre ha muerto». Yo me revolví y respondí entre enfadado e impactado: «¿cómo que creo?».

El día anterior, como todos los domingos, había pasado la mañana con mi padre. Habíamos hablado de alguna peli, de algún deporte, de algún libro. Habíamos visto algo en la tele. Nuestra rutina era siempre muy similar, solo nos veíamos un ratito cada semana y no lo utilizábamos para nada excesivamente intenso. Y así estábamos la mar de a gusto.

En las últimas semanas, en aquel final de año, estaba mucho más sonriente. Había ganado. Había conseguido justo lo que quería, lo que necesitaba: una incapacidad permanente. Desde 2005 entró en una profunda depresión causada por una inexplicable situación de acoso laboral. Después de haber dedicado toda su vida a una empresa (y tener un desempeño bastante superior a la media) empezaron a presionarle y a amenazarle con un traslado, querían mandarlo a la otra punta del país. No lo aguantó. Llegaron los ataques de ansiedad, se quedaba sin aliento. Se disparó su tensión arterial, cayó en depresión y somatizó de mil maneras diferentes. A veces bromeábamos porque se tomaba una ensalada de pastillas, llegaron a ser hasta 14 diarias.

La depresión hizo que cambiase radicalmente buena parte de sus construcciones mentales. Antes de ella, mi hermano y yo, escuchábamos siempre las mismas cosas. Debíamos ser discretos en cualquier entorno laboral, no discrepar con los jefes, no hablar de política, no entrar en ningún asunto polémico, mantenernos tranquilos e impasibles. Todo eso cambió, claro. Le pagaron la lealtad con palos, ¿cómo no iba a cambiar?

Durante sus dos últimos años, dejó de aconsejarme en cuanto al curro. Sustituyó todas aquellas pequeñas advertencias por un único relato: «encuentra algo que te guste y hazlo lo mejor posible». Y, bueno, puedo afirmar que aquella recomendación me cambió la vida por completo, no sé si para mejor, pero sé que de arriba abajo.

En el momento en que le concedieron la incapacidad permanente se quitó un inmenso peso de encima. Ya no existía la posibilidad de tener que volver a ver a aquella gentuza. Después de mucho tiempo volví a verlo relajado, tranquilo y con un mínimo de alegría en la mirada. Eso, en alguien que llevaba metido tanto tiempo en un pozo, es casi un milagro.

Pocos meses más tarde se murió. Fue fulminante. Un trombo en un pulmón en mitad de la noche. Esto es Galicia y la mujer de mi padre es alguien tremendamente apegada a algunas tradiciones. El velatorio duró dos días y medio. Y al tercero fue el funeral. Era 2 de enero. En todas esas horas no derramé ni una sola lágrima. Estaba bloqueado. Escuché a diferentes personas diciéndome «si tienes que llorar, llora», pero nada, no era capaz.

Unos días más tarde me regalaron un disco. Era un concierto en las Ventas de Rosendo, Barricada y Tahúres Zurdos. Iba escuchándolo en el coche y cuando estaba aparcando en casa empezó a sonar «Muerte ven» cantada por Aurora Beltrán y Boni. Salió todo de golpe. Jamás había llorado tanto y, hasta el momento, no he vuelto a llorar igual.

El estribillo reza: «hasta que la muerte nos una» y, como es natural, todo me conducía al mismo sitio.

Los primeros meses los pasé bastante alelado. Sentía que me faltaba un sentido, un propósito. Me metí de lleno en aquella última recomendación de mi padre. ¿Estaba haciendo algo que de verdad me gustaba?

Tardé tiempo en decidir porque me gusta la cámara (la de vídeo, soy un buen operador, pero un fotógrafo nefasto). Es más, también me gusta el ambiente de una redacción. Cubrir la información, enterarte de todo, salir corriendo porque ha pasado algo, estar en medio de una manifestación gigantesca, ver un partido a pie de campo, saber cómo es el flujo de información en un desayuno informativo… Pero no era el sitio apropiado.

Lo dejé. Decidí cambiar de vida. Iba a escribir. Y bueno, en esas estoy.

Es más que probable que lleves unos cuantos minutos preguntándote a dónde quiero llegar. Es más que comprensible, querida amiga.

A lo que voy es a que hace apenas unos días tuve una maravillosa epifanía. Aquel hacer con propósito. Todo aquello que me dije a mí mismo tras la muerte de mi padre ha llegado a su fin. O más bien, ha colmado la carencia que tenía que colmar. Si mi vida fuese un cuento analizado por Propp ya habría llegado a esa función en la que se reparó lo que había que reparar y toca darle una vuelta.

Llevo días bromeando con compañeros y compañeras acerca de que he puesto fecha al momento de dejarlo o, más bien, de cambiar definitivamente la forma de hacer las cosas. Cinco años. Suficiente para seguir disfrutando. Suficiente para ver crecer todo lo que tengo ahora entre manos y, por supuesto, suficiente para arrepentirme, para darle tres vueltas o para que ni siquiera sean cinco y sean dos.

Pero ¿qué es eso que dejo? ¿A qué me refiero exactamente? A los tebeos. Dejo la parte industrializada, la parte de los engranajes, las movidas, las reivindicaciones, los egos, los dimes, los diretes, las vainas, las discusiones, las acusaciones directas, las acusaciones veladas, el subtexto y la madre que lo parió.

Tengo la suerte, la excepcional fortuna, de haberme involucrado hasta el tuétano. He trabajado por y para los tebeos durante más de una década sin descanso. No hubo ni un solo día de descanso. Escribo tebeos. Doy clase cuatro días a la semana sobre escribir tebeos. He estado en hasta cuatro asociaciones diferentes. He formado parte de la organización de tres eventos. Escribí informes, artículos, columnas. Grabé podcasts, participé en radio, estuve del otro lado de la cámara. Di talleres en centros okupados y en universidades. He hecho amigos y amigas dibujantes, libreros, editores. He dicho lo que me ha dado la gana siempre y nunca jamás me han mandado callar (al menos de forma directa) porque creo que se intuye que podré tener más razón o menos, pero intento ser honesto.

Así que ya estaría. Me cansé. Los tebeos me apasionan, pero la industria de los tebeos me duele. A diferencia de mi padre yo no tomo una ensalada de pastillas cada mañana, pero ya tomo unas cuantas y en los últimos años el cuerpo me ha ido mandando avisos.

Hay cosas en este mundillo nuestro que las cuentas fuera y nadie te cree. En serio, lo he hecho y las reacciones van desde mirarme con cara de incredulidad a tomarme por loco. Estamos en meses convulsos y lo que se viene va a ser de traca. Cuestiones que van a ser muy difíciles de tragar y que a más de uno y a más de dos se le van a hacer realmente indigestas.

Por eso me bajo al refugio. A una cabaña caliente con los míos de la que saldré a pasear al perro, a cantar, a escribir cuando me apetezca y a tomar el sol.

Encuentra algo que te guste y hazlo lo mejor posible. Lo encontré. Lo hice. Nunca se lo prometí a él. Y aún así cumplí. Por el camino encontré otras muchas cosas que me gustan. Toca aprender para hacerlas mejor.

Y ya que antes hablé de una canción que me cambió por dentro, toca hablar de otra. Dice:

«Hoy me cambio de vida / como lo hice ayer mismo y anteayer / vuelvo a empezar de cero / y en La Habana te espero tomando ron».

Se llama «Pajarico», es de los Celtas Cortos y la escucho de vez en cuando.

Siempre que necesito un consejo.