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Algunas fotos incómodas

A finales de la década de 2000, cuando todavía me movía entre la veintena y la treintena, estuve varios años trabajando en la tele. Televisión local para más señas. Esa que se sostenía (y se sostiene) única y exclusivamente a base de favores políticos. En aquella época aprendí muchas cosas, muchísimas, acerca del periodismo y de la relación entre la clase gobernante y los medios de comunicación.

Podría contar bastantes anécdotas, la verdad, como cuando algunos viernes entraba Feijóo en la redacción (que por aquel entonces era un candidato en plena subida) y se sentía tan cómodo, tan realmente cómodo, que se reclinaba hacia atrás en la silla, estiraba sus piernas y las ponía encima de la mesa.

Pero eso son otras historias, así que retomo para no perder el hilo: si hay algo que aprendí es la importancia que se le da a una foto o a un vídeo. La clase política saca mucho rédito social de las fotos y por eso se las hacen constantemente. Las necesitan, son la materia prima con la que construyen su currículo, su discurso y la forma que tienen de demostrar que están al lado de la ciudadanía y preocupados por esos que salen con ellos en cada instantánea y muchas veces no tienen claro quienes son.

Salir con el político en la foto, en según qué ámbitos, también ofrece ciertas ventajas, especialmente cuando se quiere jugar el papel de interlocutor o representante en nombre de algún tipo de colectividad. Y no tiene nada que ver con si esa colectividad te apoya más o menos, es una cuestión de asimilación por costumbre.

Si uno acostumbra a los demás a estar siempre en la foto se genera una sensación de normalidad. Cuando esa colectividad concreta se haga una foto con alguien de la clase política ¿quién posará a su lado? Pues… ya sabes… esos que normalmente han de salir, los que salen siempre.

¿Que tiene eso de malo? Nada en absoluto, esto no es una cuestión moral, es política. Así funciona para los políticos y comprender ese juego siempre ayuda a que te hagan más caso. Tengamos en cuenta que una buena parte de su trabajo consiste en hacerse fotos porque eso significa (o debería) que están haciendo algo. Ciertas costumbres, como la de salir acompañados en las fotos siempre de la misma gente, les facilita muchísimo las cosas. Una sola foto suma algún punto con respecto a un sector o colectivo. Dos fotos suman un poco más porque generan sensación de habitualidad. Tres, cuatro, cinco o seis fotos ya significan relaciones fluidas y estables.

Ahora bien, hay fotos que se van haciendo cada vez más incómodas. Estar en ellas puede tener más o menos relevancia, claro, pero también puede ser un auténtico patinazo. Imagina que eres una incansable representante sindical que finalmente claudica en una mala negociación con los empresarios y todo queda sellado en una foto junto a algún político que hizo de mediador.

Imagina que acostumbrabas a hacerte fotos con algún representante de algo y acaba condenado por, yo qué sé, malas prácticas o por actuar con evidente mala fe a la hora de querer quitarse competencia. Puede que no lo supieses, por supuesto, es solo una foto incómoda, pero siempre puedes decir que no tenías ni idea.

Pero… ¿Y si ya lo sabías? ¿Y si ya sabías que el político en cuestión estaba poniendo en práctica alguna medida que ponía en peligro tu profesión? ¿Y si ya sabías que ese representante de algún sector ya había sido condenado antes de colocarse a tu lado en la foto? ¿Qué pasa entonces?

Una vez más, nada en absoluto. El político, el representante y todo aquel que quiera permanecer o perpetuarse en cierto cargo más o menos institucional, tiene la obligación de hacerse con un buen álbum de fotos que por un lado demuestren movimiento y por otro normalidad. Y si algo tienen las fotos es que normalizan.

Una foto incómoda hoy, con el contexto de hoy, dentro de estas 24 horas, tiene un significado concreto. Esa misma foto pierde significado en tres meses, en seis o en doce. Se diluyen los matices, se desensibilizan las emociones y son un mero reflejo pragmático en un mundo que habita el gerundio y en el que no podemos detenernos demasiado a pensar las cosas. Todo queda reducido a «estuve allí. Yo estaba allí y allí se hacía algo. Algo importantísimo por supuesto, porque era yo quien estaba».

Todos tenemos fotos incómodas, por supuesto. Yo mismo tengo una buena colección que me hubiese encantado borrar porque me demuestran que a veces me tragué mis ideas porque puse por delante la importancia de estar en la foto. Es más, ni siquiera me lo vendía a mí mismo como reivindicar el espacio que me correspondía o la defensa de un bien mayor, qué va, simplemente me fascinaba estar en la foto. Y ahí están, si se busca un poco cualquiera puede verlas.

Se avecinan instantáneas complicadas. Ya sobrevuelan las argumentaciones de todo tipo: «no hay que mezclar las cosas», «no tiene nada que ver», «hay que permanecer siempre en los espacios que tenemos para visibilizar nuestros problemas», «puedo decorar de algún modo la foto para que siempre quede visible mi rechazo a estar en la foto pero estando en ella», «todos tenemos un pasado, lo importante es lo que se está haciendo ahora»…

¿Sabes qué, querida amiga? Que te las compro todas, me parecen perfectas e incluso comprendo los motivos. Solo espero y deseo muy fuerte algo: cuando pasen las fotos, cuando se pinten todos esos cuadros con mayor o menor incomodidad; tres, seis, diez meses después, espero que realmente vengan con algún poso debajo, que demuestren que hay algo por lo que seguir trabajando. En serio, solo deseo que esas fotos, a pesar de resultar más o menos incómodas, tengan al menos algo debajo y que no nos hayan servido únicamente para perpetuar y normalizar los tejemanejes, los abusos y los desmanes de unos y otros.