Hace un tiempo, cuando se constituyó la APCómic, me ofrecí para echar una mano en lo que hiciese falta y acabé colaborando en la redacción de los estatutos.
Siempre que se pone en marcha una asociación (y he formado parte del proceso en hasta cinco diferentes) hay que pasar por el punto de decidir quién puede asociarse. En ese momento arrancan los debates y, en ese caso concreto, una parte de la conversación giró en torno a la palabra «profesional».
Ese mismo tema es cíclico y recurrente entre la clase creativa en general y en el tebeo en particular: ¿a quién se considera profesional y a quién no?
Si has participado alguna vez de esa cuestión sabrás que hay posiciones enfrentadas. Por un lado tendrás a los que defienden que solo eres una verdadera profesional si vives enteramente de hacer tebeos. Por el otro te encontrarás con los que dicen que basta con que una parte de tus ingresos venga de los cómics.
Y luego, fuera de los extremos, ya te encontrarás con diferentes escalas en función de si eres o no eres autónoma, si lo de las historietas es fuente principal de ingresos, fuente secundaria o fuente terciaria, o incluso que se tenga cierta habitualidad en la publicación.
Recuerdo que en aquel momento de intercambio de pareceres empezó a fraguarse en mi cabeza una idea: ¿si yo trabajo tantas horas como cualquier otra compañera, si la calidad de mi trabajo pasa los estándares más básicos, si mi obra llega exactamente a los mismos puntos de venta, si la única diferencia palpable es que a mí no me pagan de forma adecuada a mi tiempo de trabajo soy menos profesional?
Y toda esa ristra de preguntas me venían a la cabeza porque me da la sensación de que siempre desplazamos el tema y acabamos señalando a quien no debemos. Mi experiencia me dice que muchas veces somos las propias autoras quienes creamos grupos jerarquizados y posiciones sociales dentro del mundillo en función de nuestros ingresos. Como si de alguna forma eso demostrase un mayor valor. Una mayor profesionalidad y, en definitiva, una mayor autoridad y posición para mirar al resto desde una especie de atalaya.
Gano más: soy más importante, soy más profesional, soy mejor, soy «de los buenos».
Pero eso no deja de ser una trampa que nos ponemos a nosotras mismas para olvidar que el problema no es si Mengana o Fulano es menos o más profesional que yo, sino si el propio ecosistema en el que nos movemos es verdaderamente profesional o no.
Si tal como decía ahí arriba trabajo las mismas horas, tengo un nivel técnico similar, manejo las mismas herramientas y comparto circuito de compra-venta, es más que probable que el problema no sea yo. Está en otro sitio.
El sistema de cobro en el mundo del cómic en toda Europa (y parte del resto del mundo) funciona únicamente en torno a un reparto proporcional. Es decir, nos llevamos un tanto por ciento de la venta de cada ejemplar, el porcentaje más bajo de toda la cadena.
¿Por qué esas cantidades son habitualmente tan bajas en el mercado nacional (o en otros muchos mercados europeos)? Porque se lanzan muchísimos títulos al mercado con tiradas muy bajas. Es, una vez más, la sobreproducción.
Si las ediciones son más cortas y las tiradas más escasas, los adelantos son menores. Si las tiradas son pequeñas la exposición en el punto de venta es mucho menor y las posibilidades de vender mucho (y ganar más) se reducen. Si la frecuencia de lanzamientos es muy alta, las posibilidades de reimprimir títulos que ya no son novedad es menor y ahí desaparecen todavía más esas posibilidades.
La propia cadena impide la profesionalización. Es más, la propia cadena necesita conseguir obra de calidad al precio más económico posible para sacarle un gran beneficio o, en su defecto, no perder demasiado.
Eso sí, la narrativa nunca va a ser «te pagamos poco para intentar ganar mucho invirtiendo lo menos posible». Ese relato tiene una prensa malísima, así que se sustituye por palabras como «apuesta», «apoyo», «riesgo» y múltiples derivadas.
Si algo queda claro es que nuestra profesionalidad siempre se pone en tela de juicio. Esa misma pirámide trófica que opera entre compañeras también aplica fuera de nuestro sótano cochambroso. También llega desde los estamentos superiores de la industria y desde los aledaños. No solo hay una buena parte de autoras a las que no se le permite la profesionalización en lo económico, a esto hay que sumar que no se les ofrece visibilidad en lo divulgativo, en los eventos, en las recomendaciones, en los espacios de interés, en los espacios académicos… Lo que empieza como un «conseguir materia prima barata» se extiende a todos los demás ámbitos de nuestro hábitat. Denostados y apestados por haber caído en la trampa de un reparto proporcional que deja en el último lugar la importancia de nuestra proporción.
Nuestro porcentaje en todo esto no importa a nadie. Es más, solo parece importar cuando se convierte en «un caso de éxito».
Ahora bien, ¿hacemos lo mismo con respecto a la profesionalidad de los demás? ¿Apartamos de igual modo a las empresas que no son profesionales? ¿Alguien duda de que lo sean? Me temo que la percepción de todo esto está, una vez más, distorsionada.
Cada primer trimestre de año llega el período de liquidaciones, el momento en el que las editoriales deben pasar un informe detallado que exprese de forma clara el número de ejemplares fabricados, los que se han distribuido, los que se han vendido y los que queden en stock.
Además, ese informe, debería venir acompañado por certificados que demuestren que lo que se dice tiene un mayor respaldo que su propia palabra. Todo esto no lo digo yo, no es un capricho mío, viene perfectamente reflejado en el artículo 64 de la Ley de Propiedad Intelectual, el referido a las «obligaciones del editor».
En todos estos años he recibido unos cuantos informes. He de reconocer que algunos son excepcionalmente concretos y detallados. Sin embargo… pasan cosas…
Hay algunos que no he recibido jamás. Hay otros que han sido sustituidos por un mail en el que te dicen en un cuerpo de correo «hemos vendido 111». Otros los han cambiado por un mensaje privado en Instagram con un «quedan 30». Y otros, otros muchos, he tenido que recordar año tras año que me los manden para acabar recibiendo alguna de las dos opciones anteriores.
Esto se sabe que es así. Pero no solo se sabe entre las autoras que lo padecemos. Se sabe entre todas las partes del sector. Y más allá de si te parece más o menos grave, el punto es: ¿sabiendo que esto ocurre entre editoriales de todos los tamaños, niveles y colores, alguien marca a esas empresas como amateurs, como faltas de profesionalidad?
Lo cierto es que no. No solo no existe esa percepción sino que la realidad nos demuestra que la falta de profesionalidad de las empresas no les repercute en absoluto. Pueden seguir recibiendo ayudas públicas, pueden seguir contratando sin problemas, pueden seguir participando de cuanto evento se organice e incluso con casos demostrados de impagos y todo tipo de escándalos pueden seguir enviando su material a las librerías. Ojo, que hablamos de incumplir la ley de forma habitual y completamente normalizada. Y ni siquiera así se pone en tela de juicio su condición por insólito que nos parezca.
El baremo de la profesionalización, como tantos otros, se ajusta de forma desigual (como todo lo demás) en las diferentes patas del sector. Solo espero que la próxima vez que tengamos el debate sobre qué hace profesionales a las autoras pongamos sobre la mesa el marco completo y, a poder ser, no dejemos de ponerlo nunca.