Sé que me repito. Es más, sé que me repito mucho. Ves, ya lo he vuelto a hacer…
El caso es que si pululas por aquí de vez en cuando sabrás que me obsesionan los manuales de escritura, la gente que habla sobre sus procesos o las que enseñan (o lo pretenden) a poner una letra detrás de la otra. No lo puedo evitar. Desde que quise convertir todas las veces que me dijeron siendo un niño eso de «se te da muy bien escribir» en algo parecido a un oficio he asistido a cursos largos, cursos cortos, presenciales, online… y cada vez que me entero de que se pone en el mercado algún nuevo título sobre la materia bajo a la librería para, al menos, ojearlo.
Esto no te lo cuento, amiga del alma, para que pienses que gracias a eso yo sé muchísimo acerca de la materia. Qué va. Cuando escribo sigo teniendo bastantes veces la sensación de que voy muy perdido. En cualquier caso, no he venido a hablar de eso, vengo a algo mucho mejor: ¡dejen de fliparse, por favor, basta ya!
Hala, ya está, ya lo he dicho, muchas gracias por venir y buenos días.
Vaaaaaale, era bromi…
Trataré de alargar un poco más el razonamiento para ver si así.
Existen una serie de consejos extendidísimos y un ronsel de atribuciones al hecho de escribir y sobre la figura de las escritoras que son… peligrosos. Muchas de ellas, además, se rodean de cierta mística, de un halo de especialidad o de cierta fascinación que solo contribuyen a generar ideas que son contradictorias a todas luces, pero ahí siguen.
Vamos por partes:
LOS CONSEJOS INFINITOS
El rey de todos los consejos a la hora de escribir, que incluso protagoniza manuales enteros, es el de que hay que escribir todos los días. Hay quien te dice que cada día escribas una página, que escribas durante una hora, que escribas un número de palabras X, lo que sea, pero debe ser todos los días sin excepción y, si no tienes tiempo (algo que ya afecta a todas las generaciones y condiciones sociales), le quitas horas al sueño o te lo inventas como haga falta.
Se supone que tras esta «exigencia» se oculta la idea de que necesitas una disciplina (tengo un amigo militar que odia cuando la gente emplea la palabra «disciplina» para según qué cosas. No le falta razón). El problema de este concepto de «haz X o Y todos los días» subyace una autoexigencia que no es que sea innecesaria, puede ser hasta contraproducente. Generar un hábito de escritura es ciertamente útil, de eso no hay duda. Convertir ese hábito en una obligación diaria para la que tienes que levantarte a las cinco de la mañana o tienes que quitarte una hora de estar con tu familia es (sintiéndolo mucho) una estupidez.
A escribir se aprende escribiendo. Eso es así.
Aunque… hay muchos matices… Si no tienes capacidad de autocrítica (o no la formas y la entrenas), si no tienes un grupo de amigas que te digan que lo que estás escribiendo es infumable, si no lees o si, en definitiva, no construyes un criterio con el que ser capaz de poner bajo una lupa tu propio trabajo, podrás escribir veinticinco mil palabras a la semana y serán terribles.
Al margen de eso, que al final también es algo que se va desarrollando, insisto en que escribir es la mejor herramienta para aprender a escribir. El tema de establecer cantidades o planteárnoslo como una especie de reto diario solo conseguirá que aparezca la ansiedad cuando hay un problema de fondo mucho más sencillo.
Si de verdad te planteas que quieres escribir, escribe. Ya irás haciendo cuando y como puedas, pero para que eso suceda no es cuestión de encajar un Tetris de huecos sueltos, es un tema de colocarlo en algún lugar de tu pirámide de prioridades. No tiene que ser la primera ni la segunda ni la tercera, pero si eres incapaz de encontrarle un lugar de poco importará que te levantes veinte días seguidos a las cinco de la mañana para aporrear un teclado medio adormecido.
No es una cuestión tanto de hábito o de disciplina, términos que por desgracia ya acumulan demasiada carga negativa en un mundo en el que todo se utiliza para construir la idea de que existe «tu mejor versión» que, curiosamente, siempre es la que es más productiva, la más autoexigente y la que más se castiga por no ser nunca suficiente. Me temo que esto tiene mucho más que ver con el porqué que con el cómo y es ahí donde empieza el otro gran consejo.
Bueno… más que un consejo en sí mismo es una consideración abstracta, una especie de comodín que nadie sabe muy bien qué significa y sin embargo puedes escuchar millones de veces: tener algo que decir.
Sí, ya sabes, compañera, habrá incluso quien te diga que para escribir resulta imprescindible «tener algo que decir». Pues… a ver… ni confirmo ni desmiento, la verdad, pero… ¿qué demonios quiere decir eso exactamente?
Yo no lo tengo nada claro. Partamos de una base: todas, sin excepción, construimos narraciones de forma continua en nuestra cabeza. Es inevitable. Te encuentras con María José por la calle, hace 25 años que no la veías, la saludas amablemente, le haces un par de comentarios y te marchas a casa. En el camino piensas que está un poco desmejorada. Tiene sentido porque han pasado más de dos décadas. Empiezas a mezclar tus recuerdos sobre ella con fabulaciones sobre qué habrá hecho en todo este tiempo y construyes un relato entre lo que sabes, las expectativas que tienes referidas a su persona y añades una pizca de tu propia experiencia extrapolada.
Voilá! En cuestión de segundos te has montado una película maravillosa que trata de reactualizar el vínculo, por pequeño que sea, que tenías con María José. Has cogido un poco de realidad, un poco de ficción y herramientas narrativas básicas y has construido un relato que explica algo.
¿Es necesario? No. ¿Es relevante? Cielos, tampoco. ¿Aporta algo «original o diferente» a tu vida? Para nada.
Pero ahí está.
Perdón por este desvío tan largo, es posible que hayas dejado de leer hace un rato y no entiendas un carajo, lo asumo. Cuando se nos dice que «para escribir hay que tener algo que decir» se intenta dotar a ese algo de cierta trascendencia un tanto falsaria (que luego sienta estupendamente en las entrevistas de radio).
—Escribí esta historia porque quería recoger el testimonio de mi padre que luchó contra diecisiete ejércitos fascistas con un abrecartas romo y unas botas rotas— afirma Venancio con cierta congoja.
—Necesitaba indagar en lo más oscuro del ser humano a través de los ojos de una niña ciega convertida en asesina de ancianos para poder sobrevivir en los bajos fondos de Dos Hermanas— relata Clotilde con tono pausado y profundo.
¿Nos mienten Venancio y Clotilde? ¿Acaso no tenían motivos tan o más profundos que esos? No, no, no nos mienten, al contrario. Que las escritoras nos tiremos el rollo forma parte del juego y, muchas veces, hasta nos lo tiramos a nosotras mismas para convencernos y seguir adelante. El problema no es ese, es algo mucho más básico y que entronca, ahora sí, con el encuentro fortuito con María José por la calle.
No es necesario «tener algo que decir» para construir una narración porque no podemos desvincularnos de nuestra condición de Homo Narrans, todo lo que ocurre en nuestra mente es una construcción narrativa, una interpretación de lo que vemos y sentimos contada a través de una ficción continua que nunca se calla.
El problema del «tener algo que decir» aplicado a crear una ficción desde cero es que pretendas convertirte en una especie de juez de tus propias ideas o incluso busques un motivo especialísimo surgido de una mezcla de inspiración, talento y un ego desmedido que te lleve a pensar que tu historia que analiza el franquismo desde la perspectiva de un frutero de Lavapiés que oculta su pasado en la político-social es única, necesaria y, por supuesto, trascendente.
No lo olvidemos, contamos historias desde hace más de 30000 años. Ojo, eso son 300 siglos. 3000 décadas. No es algo que haya empezado anteayer, querida amiga, imagínate querer plantarte delante de toda esa tradición y decir: «eh, yo tengo algo que decir, una historia necesaria».
Pues nada, tú misma.
Pero menuda presión, ¿no?
De nuevo, «tener algo que decir», al igual que «escribe todos los días», me suena a querer cribar a modo de puerta de entrada y a generar inseguridades o plantearse estándares muy altos. Si quieres escribir, escribe. Si quieres contar algo, cuéntalo.
Creo que será suficiente con que lo hagas y, sobre todo, que intentes hacerlo con respeto.
Fíjate, esos dos consejos que tanto escucho, suelo verlos muchísimo más que otro que me resulta mucho más atractivo: respeta a la escritura. Es más, don Alan Moore (al que en esta casa se le venera por varios motivos, pero sobre todo por como pronuncia el verbo «write» y todas sus variantes), te dice que la trates como a una deidad.
Creo de verdad que ahí hay una clave. ¿Puede que eso contradiga que empecé este texto diciendo que no hay que fliparse con la mística que envuelve el mundo de los consejos del escribir? Sí, puede, pero qué le voy a hacer, mido 1’62 y juego al baloncesto, soy una contradicción andante.
Respetar la escritura, tratarla con cierta reverencia, solo se refiere a una cuestión: cuando lo hagas, tómatelo en serio. Y no me refiero a que busques una profundidad abisal en todo lo que vayas a escribir. Nada de eso. Es una cuestión de implicación, de darle la importancia que tiene a cada momento en el que te sientes a juntar letras. Que trates de poner el foco en ello. Que busques la forma de meterte en aquello que estés contando y que intentes conectar con la emoción que subyace en las palabras. Puede ser la risa, la pena, la vergüenza, la excitación, el jolgorio… Da igual, si conectas con ello habrás ganado muchísimo.
Establecer una «disciplina», tratar de construir un hábito siguiendo pautas marciales que lindan con la autoexplotación o forzarte a buscar un mensaje profundísimo por imponerte el «tener algo que decir» pueden conducirte a un pozo de frustración y a un autoconcepto megachungo que te haga sentir que lo que cuentas nunca va a llegar a ninguna parte.
No te machaques, esa vía sí que no lleva a ningún sitio o al menos a ninguno al que merezca la pena ir.
Volvamos a lo sencillo. Escribe. Sobre lo que quieras, da lo mismo. Hazlo con respeto, búscale un hueco en tu vida a la escritura y las piezas irán encajando.