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La garrafa

Hace unos años me apunté a un curso online impartido por Guillermo Arriaga. Puede que de primeras su nombre no te diga nada, pero fue el guionista de «Amores perros», «21 gramos» y «Babel», o lo que es lo mismo, los tres primeros largometrajes dirigidos por Alejandro G. Iñárritu.

Además de eso también escribió y dirigió la fabulosa «Los tres entierros de Melquíades Estrada» y ha escrito novelas y varias cosas para televisión.

Dentro del curso explicaba un concepto que lleva retumbándome en la cabeza desde que lo escuché: la cantidad de historias que llevamos dentro no es infinita. Tenemos dentro un número concreto de relatos que contar (que Arriaga expresaba con la metáfora de una garrafa de varios galones que se va gastando).

Cuando lo agotamos nos quedamos secos y da igual lo que hagamos, nuestra garrafa no se volverá a llenar.

Esto no significa que no podamos tener nuevas ideas, eso es algo antinatural, o que jamás volveremos a ser capaces de escribir algo de principio a fin.

El inmenso guionista mexicano iba por otro lado (o al menos eso creo). De todo lo que escribimos, de toda esa inmensa cantidad de palabras que ponemos sobre el papel en blanco, hay momentos en los que lo que estamos haciendo es mucho más relevante por algo.

Puede ser porque dice mucho más sobre nosotras mismas, puede que sea porque nos hace conectar con unas emociones determinadas que consideramos necesarias o relevantes en un momento determinado, puede incluso obedecer a una satisfacción que implica algo más allá de lo habitual…

Es más, amiga mía, puede que ni siquiera sea algo que se pueda explicar bien del todo.

El caso es que cuando ocurre, cuando sientes que eso que estás haciendo, que esas palabras que estás juntando están ahí por algo, es mágico.

Me temo que Arriaga se refería en su curso a cuántas veces puedes experimentar esa sensación cuando escribes a lo largo de tu vida. Ya que, según él, está limitada. Pasará, sí. Será unas cuantas veces y llegará un momento en que dejará de pasar.

Es posible que nadie más lo note. Podrás seguir escribiendo, claro, bastará con tirar de oficio y de todas las herramientas que hayas aprendido a manejar, pero habrá una parte de ti que sepa que se han agotado los galones de «esas historias».

Hace unos días, en una presentación en Granada, comenté que llevo un tiempo bajando mucho el ritmo a la hora de embarcarme en nuevos proyectos de cómic.

Tengo varios motivos para ello:

El primero es que la propia industria de los tebeos me agota. Las movidas constantes, la gente que busca las mil y una formas de aprovecharse de los demás o de chancullear a diestro y siniestro con los dineros públicos me dejan exhausto. Todo podría ser muchísimo más sencillo y, sin embargo, es un follón perpetuo. Por suerte tengo claro que toda mi faceta asociativa tiene fecha de caducidad en el 26 porque ya no tengo nada que aportar en ella y porque ya le he entregado mucho más de lo que me ha devuelto. Y lo peor de todo es que todas estas vainas provocan que quiera distancia con los propios tebeos.

El segundo es que me parece hipócrita criticar la burbuja de sobreproducción y después meterme en cuatro o cinco proyectos nuevos por año. Además, la experiencia me ha enseñado que cuando sacas varios tebeos el mismo año la promoción acaba diluida.

El tercero es que echo de menos preparar las cosas con calma. Dedicar tiempo a preparar bien todo y, por encima de eso, a mantener una relación fluida con la persona que vaya a dibujar lo que yo escriba. No sé si es un signo de los tiempos, si es algo inevitable o si es algo que solo me pasa a mí, pero llevo acumulados un porrón de proyectos muertos que de una forma u otra se deben a la falta de comunicación. Cosas congeladas desde 2020, historias y proyectos que podrían haberse puesto en marcha y que se abandonaron siempre por lo mismo: la comunicación nunca fluyó bien. Eso genera disparidad de expectativas, tiempos diferentes, faltas de entendimiento y, en el peor de los casos, ghosting y malos rollos. Y bueno, me agoto, claro.

Y el último es que cada vez siento más encima la metáfora de los galones de Arriaga. Tengo la sensación, después de haber escrito tantísimo en los últimos años, que cada proyecto nuevo que ponga en marcha puede ser una de «esas historias». Quizás es paranoia. Quizás el mexicano se equivoca. Quizás no hay límite, ni litros, ni garrafa, ni galones.

Quizás.

Pero miro a mi alrededor, veo el panorama, veo mi propia trayectoria, veo la de mis compañeras y analizo cómo está el patio y siento que merece muchísimo más la pena escoger muy bien en qué me meto que volver al ritmo loco de años pasados. Y me temo que no es algo que tenga solo que ver con qué quiero contar.

Es algo del con quién, del cómo, del para qué y de todo un muestrario de emociones que desprenden ciertos proyectos.

Leyendo todo esto puede parecer que estoy en un momento negativo o pesimista en torno a mi trabajo o a las ganas que tengo. Pero no, querida, al contrario. Tengo algunas cosas muy claras, más claras que nunca y eso, en cualquier profesión artística, es un golazo por la escuadra.

Sé de qué tengo ganas. Sé que tengo ganas. Sé lo que me apetece y encima estoy abierto y dispuesto para ponerme a ello.

También sé lo que no quiero, lo que me cansa y lo que tengo que dejar atrás. Y todas esas certezas suman muchísimo.

Todavía no sé si Arriaga tiene razón o no con su teoría, pero por si acaso tendré que vigilar muy bien.

No vayamos a dejar seca la garrafa.