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Las adivinaciones de Louis Rimson y la catástrofe de la Villa de Dunia (I)

El 28 de marzo de 1817, cuando solo faltaban tres días para que se desatase la catástrofe que asoló la Villa de Dunia, todo parecía tranquilo. Al menos así era desde la perspectiva de Louis Rimson, quien había predicho lo que iba a pasar.

Para hacer su trabajo, Louis Rimson lanzaba sobre un desgastado tapete de piel de cabra negra una serie de «huesecillos» de procedencia poco clara.

Algunos decían que eran huesos de roedores. La matrona, Fiona Hulley, que ya pasaba de los sesenta, aseguraba que eran cartílagos de anfibios a los que Rimson había dado mayor dureza con ayuda de algún tipo de barniz. Theodore Frint, que todavía ejercía de Gobernador por aquel entonces, estaba convencido de que a Rimson lo protegía algún tipo de pacto con cualquiera de los demonios menores, y eso le facilitaba el acceso a pequeños huesos de niños nonatos, extraídos en ceremonias tan llenas de vísceras y palabras prohibidas que sería mejor tratarlas en otro relato.

Pero la procedencia de aquellas piezas daba igual, lo importante era su poder.

Un año antes, la noche del 20 de marzo de 1816, la joven Juliette Frint, hija de Theodore y recién desposada con Emile Dubstone, se acercó sigilosamente hasta el cobertizo en el que Rimson hacía sus adivinaciones, con la intención de no ser descubierta.

Sus actividades habían sido rechazadas desde la llegada al poder de la familia de Juliette. El Gobernador, asustado por la posibilidad de que el viejo predijese su pérdida de poder o incluso su muerte, había decretado que cualquier actividad que no respondiese directamente a una «motivación racional o intelectual» y se sirviese de «supersticiones» para generar negocio en la Villa de Dunia quedaba terminantemente prohibida.

Esto no sentó nada bien al Padre Trevor, quien, con un nudo en la garganta, aseguró en su siguiente pregón que no había nada más cerca de la razón que «la creencia en Dios Todopoderoso».

A pesar de todo, se sabía que cerca del lago y a escasos cuatrocientos metros de la entrada principal de la villa aguantaba en pie el cobertizo de techo negro y madera carcomida en el que Rimson seguía haciendo su trabajo. Siempre había cuchicheos y rumores, pero nadie se encargaba de poner fin a sus actividades.

Y es que en la Villa de Dunia siempre pululaba la eterna pregunta: ¿y si Rimson tenía razón en lo que decía? Así que, de manera clandestina y en condiciones menos salubres que los animales de la granja, el ya viejo Louis Rimson lanzaba sus «huesecillos» sobre el tapete de piel de cabra negra y al leerlos se aventuraba a predecir sobre lo humano, lo divino, lo demoníaco y hasta lo incomprensible.

La noche en la que Juliette se adentró en el cobertizo comprobó por sí misma que las habladurías eran ciertas. Nada más abrir la puerta una nube amarillenta inundó varios de sus sentidos. No podía ver más allá, su olor era rancio y en la boca notó un amargor que le recordaba a la piel de los limones. Aún sin disiparse del todo, pudo escuchar a Rimson canturrear en un idioma que ella identificó como de Europa del Este, más por intuición que por conocimiento.

Envuelto en aquella nube, con los ojos vendados por un trozo de cuerda negra, sentado con las piernas estiradas y completamente desnudo, Rimson se agitaba adelante y atrás mientras sostenía una vela en una mano y un cuenco de barro en la otra, del cual brotaba aquella niebla que cubría toda la estancia.

Ahora que escribo acerca de todo esto me resulta mucho más sencillo comprender determinadas cuestiones que, por aquel entonces, cuando todavía me dejaba llevar por mis impulsos, hubiera relatado de manera muy distinta. Es posible que hubiese hablado de todas las llagas purulentas que cubrían la piel de Rimson y de cómo se había extendido entre los lugares más sombríos de la Villa de Dunia el rumor de que el viejo servía de mero intermediario a un poder superior. Pero no es el caso, así que creo que lo más acertado será relatar aquello tal y como fue, sin dejarme llevar por las opiniones de gente de dudosa honorabilidad.

Tras un buen rato de espera, Juliette Frint —ahora Juliette Dubstone Frint— consiguió que Rimson la atendiese.

Tres veces lanzó los huesos sobre la piel, tres veces gruñó, tres regurgitó, otras tantas escupió, tres fueron los latinajos y solo una vez habló de manera comprensible para la joven:

—No vivirás, Juliette, no podrás criar a la hija que llevas dentro y no verás la llegada de la primavera nunca más.

Como le hubiese pasado a cualquiera, la hija del Gobernador sintió un escalofrío que le recorrió desde la nuca hasta la planta de los pies. Ante tan horrenda predicción, la inocente chiquilla solo pudo preguntar: «¿Por qué?».

No está muy claro qué fue exactamente lo que respondió Louis, existen tantas versiones diferentes que es muy difícil hacerse una idea clara. Según Emile Dubstone —parte interesada y por tanto poco fiable —, Rimson, drogado y al borde del colapso, no solo advirtió a su esposa de su muerte prematura y con ella la de su hija por nacer, sino que dando voces y en un festival de contradicciones el viejo relató una situación tan apocalíptica como descabellada. El testimonio del más joven de los Dubstone nunca me ha resultado revelador.

Sin embargo, una tía por parte de los Frint llamada Karina, quien había malhablado en varias ocasiones de su hermano el Gobernador y que mantenía una estrecha relación con Juliette, acudió a mí para contarme una versión muy distinta. Según Karina, la respuesta literal de Rimson fue:

«¡Porque diez días después de la primavera siguiente, será esta villa la que albergue la venida del Nuevo Hijo!».

También en palabras de Karina, al soltar esta proclama el viejo se derrumbó. Su cuerpo se retorció hasta límites inhumanos y del suelo del cobertizo brotó un líquido pegajoso que lo envolvió por completo justo antes de que Juliette se desmayase.

Me hubiese encantado contar con el testimonio de la propia chica, pero desde aquel día y hasta el mismo momento de la catástrofe de la Villa de Dunia no se la volvió a ver.