Escribir esto el día de reyes no deja de ser irónico, pero qué se le va a hacer, solo soy un pobre guionista que hace lo que puede. Hace apenas unos días me encontré en Bluesky una reflexión de Luis Bustos acerca de lo acelerado que está ahora mismo el mundo cultural y como todo parece acabar en una trituradora.
Y me hizo pensar en torno a tres o cuatro cosillas a las que llevo ya mucho tiempo dando vueltas. Así que nada, querida amiga, ahí te van.
La cultura no se consume ni se le ponen estrellitas
Las palabras importan, vaya si importan. Piensa un solo instante, pero no pienses en ello, piensa sobre lo que te dé la gana durante un minuto completo. Todo lo que acaba de suceder en tu mente se ha construido con palabras, así que fíjate si importan: toda tu realidad está construida en torno a palabras.
De vez en cuando surgen tendencias narrativas en determinados campos y, desde hace unos años, con el auge del capitalismo de plataformas, nació el concepto «contenido». No soy un experto, ni mucho menos, pero diría que el término empezó a cuajar en Facebook con diferentes canales digitales que ofrecían vídeos de diferentes temáticas con una única intención: «viralizarse».
En los últimos tiempos, el «contenido» amplió sus fronteras, si haces streaming, si haces un podcast, si escribes en un blog, si tienes un canal de Youtube, si tienes Patreon, si tienes OnlyFans e incluso si tienes una cuenta profesional en Instagram, eres creadora de contenido.
¿Y eso en qué nos convierte automáticamente a todas las demás? Exacto, en consumidores de contenido. ¿Y eso qué tiene de malo? Varias cosas. Para empezar que todo es susceptible de convertirse en contenido en nuestras cabezas.
Yo escucho podcasts a través de una plataforma, veo vídeos de gente que me interesa a través de otra plataforma diferente, me comunico con la gente de los tebeos a través de varias plataformas, compro y juego a videojuegos a través de una plataforma, pido comida a domicilio a través de una plataforma, gestiono mis viajes a través de una plataforma, pierdo el tiempo a través de una plataforma…
Todas ellas están llenas de «contenido», es decir, todo se ha convertido en un objeto de consumo. Y todo es todo. Es más, hay gente que gana muchísimo dinero cuando yo escucho, veo, me relaciono o juego a través de sus plataformas.
Y el gran problema es la narrativa tan peligrosa que se construye. Si todo lo que está en una plataforma es contenido, entonces ¿lo que está en Netflix, en HBO o en Filmin es contenido? ¿El cine o las series son contenido?
Si lo es el cine, ¿lo es la literatura? ¿lo es el cómic?
Fíjate, a mí lleva mucho tiempo aterrorizándome el hecho de que haya gente que a las librerías de tebeos les llame «tiendas». Y ya no te digo cómo me pongo cuando alguien se refiere a una obra como «producto». Me hierve la sangre porque es una lógica capitalista terrible.
Ahora imagínate cómo me pongo con la fórmula «consumir contenido».
«Yo no consumo ese tipo de contenido» exclama orgulloso José Luis refiriéndose a que no lee tebeos infantiles o tebeos japoneses o tebeos en general…
El tema no es lo ridículo que suena (que también), sino la construcción mental que lleva detrás y que se propaga cada vez más rápido. Porque si es contenido, no es arte y, si no es arte no hay autoras y, si no hay autoras no hay derechos. Y puede que esta lógica no te encaje demasiado y, sin embargo, ahí está.
Hagamos un juego clásico, preguntémonos algo muy sencillo: ¿llamaríamos contenido al «Hamlet» de Shakespeare? ¿Llamaríamos contenido a «Los tres mosqueteros» de Dumas? ¿Llamaríamos contenido a las pinturas negras de Goya? ¿A una ópera de Verdi? ¿a la verbena de la Paloma?
Suena raro, ¿verdad? No termina de encajarnos mentalmente porque estamos acostumbrados a considerar esas obras de otra manera, ya se han establecido en nuestro bagaje cultural con un anclaje determinado.
Pues bien, lo que estamos haciendo ahora mismo es dinamitar ese anclaje y meterlo todo en un contenedor nuevo que elimina el concepto mismo de obra del imaginario colectivo y eso transforma por completo nuestra relación con el arte, sobre todo con aquel que disfrutamos mayoritariamente en casa.
Los conceptos de producto y de consumo lo arrasan todo. Por un lado se le resta valor e importancia a cada obra. Vemos, leemos y escuchamos sin atención, sin consideración y sin tiempo de reflexión, porque hay que seguir leyendo, viendo y escuchando. Es más, hasta nos ponemos «retos de lectura», nos obligamos a leer X títulos al año y competimos con el resto y con nosotros mismos.
Por otro lado la rueda gira cada vez más deprisa: novedades, novedades, novedades. «Los 25 cómics más esperados del mes de enero», «las 30 series de terror que no te puedes perder en febrero», «las 150 novelas que te recomendamos por Sant Jordi». Una rueda que avanza siempre en un único sentido y a la que no le importa lo más mínimo lo que va dejando por detrás.
Y en medio de toda esta vorágine que fagocita cultura para vomitar contenido aparece el peor síntoma de todos: las puntuaciones. Estrellitas, un número del 1 al 10, un número del 1 al 5…
Valoraciones sobre obras que se hacen desde el sofá de casa y que convierten la lectura, el visionado o la escucha en una especie de examen a superar con cada una de las lectoras, las espectadoras o las oyentes.
Un juicio subjetivo permanente elevado a la categoría de criterio y que condiciona la experiencia de cualquiera que pueda aproximarse a la obra después. ¿Te leerías igual una novela si antes hubieses visto que tiene de media una nota de 3,5? ¿Jugarías igual a un videojuego que tiene un 75? Pues no, no lo harías. Ni aunque te esforzases por hacerlo conseguirías despegarte de ello.
Contaré solo una anécdota a este respecto. Hace unos meses en un evento de esos que duran varios días, un coleccionista y divulgador se acercó en una sesión de firmas para que le firmase una obra que todavía no había leído. Al día siguiente, durante una comida le pregunté si se lo había leído y me dijo que sí, que le había gustado bastante aunque le había confundido un aspecto muy concreto que no había terminado de comprender del todo.
Ese aspecto del que hablaba se explica durante la propia obra de forma clara en dos ocasiones y, una más, durante el epílogo. Es decir, está ahí, basta con leer con cierto detenimiento, pero vaya, no le di mayor importancia. Un par de semanas más tarde me encontré una reseña de ese hombre con una mala nota y diciendo que es una obra confusa.
Insisto, es una anécdota sin más, no tiene ninguna relevancia, simplemente sirve de muestra de que si leemos, vemos y escuchamos con prisas nos generamos una primera impresión rápida de la que no somos capaces de desprendernos y, con base en esa primera impresión examinamos, aprobamos o suspendemos a muchos meses de trabajo. Pero no solo eso, la lectura de cualquier obra o el visionado de cualquier película está totalmente condicionado por nuestro estado de ánimo, por nuestro setting mental en ese momento y por todo tipo de condicionantes emocionales y materiales.
Si tienes un mal día ¿puede una obra parecerte mejor o peor? Pero, una vez puesta la nota ¿alguien la cambia?
Pero más allá de todo eso ¿cómo puede parecernos normal calificar lo que leemos, lo que vemos, lo que escuchamos? ¿Qué sentido tiene exponer de forma numérica y pública nuestra evaluación rápida sobre algo? Ninguno, es parte de la lógica del consumo y el contenido.
¿Le pondrías una nota a una sinfonía? ¿Le pondrías estrellitas a un cuadro de Rubens? Entonces, ¿por qué se las pones a un tebeo de Paco Roca?
Y más allá de lo pernicioso que supone este sistema por sí mismo, ni siquiera somos conscientes de todo lo que supone para las autoras.
Recogiendo algo que ya comentaba antes, el contenido, como concepto, vive en el lado opuesto de la obra en cuanto a la consideración de los demás. Es decir, cuando compramos un producto o lo consumimos, rompemos toda distancia, pasa a ser nuestro. He pagado por ese contenido y lo poseo, por tanto me siento capacitado para exigir que sea lo que yo quiero que sea. La propia expectativa se convierte en exigencia y, si se ve defraudada de alguna forma porque no es exactamente lo que yo esperaba, tengo a mano la herramienta perfecta para manifestarlo, digo que es una mierda le pongo mala nota y a correr.
Eso coacciona de manera brutal a las autoras de forma directa y de forma indirecta. Por un lado sentirán que no son suficientes, que no han colmado las expectativas de todos y cada uno de los lectores. Por otro lado las editoriales presionarán para adecuar las obras a las tendencias generando olas cíclicas de obras similares que van inundando las librerías con la excusa de «esto es lo que quieren las lectoras ahora mismo». Y en esos relatos quien sale perdiendo es la creatividad.
Pero también se diluye el concepto mismo de autoría que cada vez es menos relevante. Esa pérdida de distancia que se produce al convertirlo todo en un producto es más significativa si cabe hacia el autor que acaba convertido en una especie de avatar que, de nuevo, ha de cumplir las expectativas individualizadas de cada lectora.
El delirio que no cesa
Si hay algo que realmente me abruma y que demuestra el ritmo absurdo que se está imprimiendo a la cultura es eso a lo que se le llama Booktok, Booktube y similares, miles de supuestos divulgadores que han entrado en el absurdo absoluto.
He visto vídeos que me han dejado horrorizado: los bookhauls de la semana o del mes. Vídeos en los que ni siquiera se habla de las obras, sino que simplemente se enseñan todas las obras que se han comprado o han recibido… Muchas de ellas ni siquiera se leen, solo se enseñan durante unos segundos en una suerte de cesta de la compra.
Esto ya ha llegado también al cómic. Estamos llegando a ese delirio también en los tebeos. Y es tan delirante, tan terriblemente delirante, que uno puede ver en redes como hay autoras que comparten en sus redes el que se mencione su obra en un haul.
Es ahí donde estamos. El ritmo es tan frenético, tan absurdo, que las posibilidades de que alguien haga una reseña con pausa y sosegada desaparecen y acabamos compartiendo cualquier mención por mínima que sea. Es una forma de gritarle al mundo que existimos, que entre la avalancha de contenido, que entre todos esos productos que se lanzan en tropel inundando librerías y plataformas, alguien nos ha mencionado durante veinte segundos o ha escrito tres párrafos sobre lo nuestro.
Ese es el sitio al que nos lleva la narrativa impuesta y por eso estaría bien hacer un esfuerzo por cambiarla.