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Irresponsabilidad social corporativa

La responsabilidad social corporativa es el compromiso que asumen las empresas para construir una sociedad mejor. En los últimos años se ha convertido en algo obligatorio de cara a la galería, sobre todo en empresas medianas y grandes.

Es una forma de mostrar al mundo que existe cierta preocupación por los problemas que nos afectan a todas (aunque muchas veces sean esas propias empresas las que contribuyen en gran medida a generar los problemas que luego se comprometen a combatir).

En el mundo del cómic patrio existen tres o cuatro grandes empresas y después vienen todas las demás.

La verdad es que no tengo ni idea ni tampoco me apetece comprobar si esas tres o cuatro tienen políticas definidas de RSC, es fácil imaginar que sí y seguro que están comprometidas con el medioambiente e imprimen en papeles y tintas eco y cosas por el estilo.

En el resto del panorama tenemos lo que tenemos. Si hablamos de editoriales o librerías nos metemos en altísimos porcentajes de pequeñas empresas con menos de cuatro trabajadores. ¿Son exigibles políticas a este respecto? Pues… a Fulano, que apenas llega a fin de mes con su librería saturada de títulos, cuesta exigirle que cuide el medioambiente o que destine parte de sus «ganancias» a iniciativas sociales. Sería lo deseable, eso seguro, pero exigir igual se queda un poco grande. Y con las pequeñas editoriales ocurre algo similar. Se podría empezar, al menos, con un cumplimiento estricto de los contratos, de lo que dice la ley de propiedad intelectual y tres o cuatro conceptos éticos básicos.

Dicho esto, y más allá de lo que unas u otras desearíamos que hiciesen todas las demás, sí que deberíamos al menos evitar las prácticas que rompen la baraja, que destruyen las «reglas del juego» y las sustituyen por otra cosa.

Si ante la denuncia continua por la avalancha que la utilización de inteligencias artificiales generativas está provocando con respecto a la vulneración de derechos de autoría llega una empresa y responde: «no me vais a convencer, yo voy a hacer lo que me dé la gana», no es que no exista nada ni parecido a la responsabilidad social, es justo lo contrario: irresponsabilidad social corporativa.

Esto no es nuevo, más bien al contrario, es uno de los clásicos fundamentales de la empresa desde que existe.

Para qué voy a pagar por un logo si me lo puede hacer un colega, para qué voy a pagar por una web si me la hago yo mismo con esta herramienta online, para qué voy a pagar a una correctora si esto lo releo yo tres o cuatro veces y sacaba sietes en los controles de ortografía, para qué voy a pagar a una maquetadora si la autora ya me pasa el tebeo maquetado por el mismo (mísero) precio…

Así podría seguir seis semanas.

Porque sí, mil veces sí, hay un problema con la utilización de las IA generativas para «ahorrar costes», pero tenemos un problema muchísimo mayor que los derivados de la tecnología: la cutrez.

Y el cutrerío hace muy buenas migas con su mejor amiga: la falta de escrúpulos.

Cuando uno es cutre prefiere pagarle a un fulano random al que se encuentra por la internet y que «es muy bueno «creando» imágenes con la IA» para encargarle una serie de ilustraciones que buscar una o dos o tres o veinte ilustradoras y explicarles muy bien qué es lo que se busca.

Desde esa cutrez se puede incluso afirmar que lo que hace una IA generativa guarda alguna relación con lo que hace una señora de Ciempozuelos que escribe una novela de samuráis porque «está copiando».

Esa cutrez parece no acabarse nunca.

Mi yayo decía: «el que monta una empresa es para ganar dinero». Y tenía razón, claro. Siempre lo decía cuando alguien se lanzaba a criticar a alguna empresa que tomaba decisiones impopulares.

Pero no pretendía justificar a esas empresas, al contrario, su punto era más bien que en esos mundos lo que manda es una hoja de cálculo y, si en esa hoja de cálculo no hay verde o el verde es peor de lo esperable, cualquier acción que permita revertir la situación siempre es buena, digan lo que digan los demás o vengan las «crisis de reputación» que vengan.

La cutrez lleva a pensar «aquellos que me señalan tienen miedo del futuro», pero no, lo que aterra no es la llegada del nuevo cachivache impresionante que nos va a dejar a todas sin trabajo. El miedo, una vez más, es a la falta de escrúpulos de determinados empresarios capaces de pasarse la ética por el arco del triunfo con base en todo tipo de argumentos peregrinos que casi siempre acaban llegando a la misma realidad: así les sale más barato.

Porque no es la Inteligencia Artificial Generativa la que es susceptible de quitarnos el trabajo, son las empresas, son los comités editoriales en los que se sientan personas con poder de decisión. Personas que deciden apoyadas en las eternas muletas de la cutrez y la falta de escrúpulos. Personas a las que no les importan ni la ética, ni muchísimo menos la estética y aprovechan esta especie de revuelo en torno al «brillo» del aparato para hacer cuadrar mejor sus hojas de cálculos.

¿Que llegamos tarde en cuestión de legislación y regulación? Muy tarde, más de un lustro tarde de hecho. Pero llegamos muchísimo más tarde todavía en cuanto a consideraciones éticas se refiere.

Y esto tampoco es nuevo.

Por desgracia, en este sector nuestro, la ética social y profesional son cuestiones de las que hablamos poco. ¿Es ético lanzar obras muertas al mercado tan solo por seguir haciendo girar la rueda de la distribución? ¿Cómo de ético es incumplir los aspectos obligatorios de cualquier contrato de edición? ¿Es ético seguir distribuyendo, vendiendo y promocionando obras editadas por empresas que han demostrado abiertamente comportamientos poco éticos?

Quizás deberíamos reconocer que todos fallamos en algún momento, que nos equivocamos, que caemos en contradicciones y que a veces nos mueven motivaciones un tanto peliagudas. No sé los demás, yo lo reconozco, una de las cosas que aprendí después de hacer un documental sobre un histórico del comunismo gallego es que de coherencia también se muere.

Ahora bien, sí que hay algo interesante que creo que tiene aplicación universal: si vemos a un grupo social determinado reclamando ayuda porque se está produciendo un abuso y además ese abuso se respalda por empresas e instituciones, la peor opción posible siempre será recurrir a una suerte de «adaptaos o morid».

Eso te convierte en un irresponsable social al que le importan tres carajos tus supuestos «compañeros» en este «barco» que siempre se nos dice que todas compartimos.

Y en gilipollas, también te convierte en gilipollas.