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Eso no se puede decir

A los pocos meses de fundarse ARGH! se nos invitó a hacer una serie de pequeñas presentaciones en público en diferentes festivales y eventos. Uno de ellos, el primero de todos, con la constitución todavía en ciernes, fue en las Jornadas con Autores Carmona en Viñetas. Y en esa todo fue fiesta y regocijo.

Sin embargo, apenas unas semanas después, durante una rueda de prensa hablamos de ello en las Jornadas del Cómic de Avilés. Las preguntas y respuestas entraban dentro de lo convencional. Dijimos que en España hay un problema con la ley de propiedad intelectual porque hay muchas cosas que se están incumpliendo de forma sistemática.

También comentamos que hay ciertos contratos que ofrecen condiciones abusivas porque se pide que cedamos derechos en un afán de quedarse con todo lo posible para luego no hacer una explotación real de esos derechos cedidos.

Al día siguiente, un periódico de la zona titulaba «la nueva asociación de guionistas de cómic denuncia los abusos de las editoriales».

Llegó la primera vez que alguien nos dijo «eso no se puede decir». Se dijo en público, como respuesta a un post en una red social y también se me riñó a mí en privado. Y ojo, no era un cualquiera, era alguien a quien podríamos considerar muy importante dentro de la industria en aquel momento.

Pasó algún tiempo más con cierta tranquilidad y empezamos a escribir en nuestro blog una serie de artículos que explicaban cómo se ejerce el abuso editorial en los contratos incluyendo determinadas cláusulas. Esos textos iban dirigidos a asesorar a autoras para que supiesen cuándo se están intentando aprovechar de ellas con condiciones que son ilegales, nulas o abusivas (o incluso las tres a la vez). En cada uno de ellos elegíamos cláusulas de contratos reales, comentábamos el problema y ofrecíamos una alternativa posible dentro de la ley.

Obviamente, todo eso lo hacíamos sin decir de dónde sacábamos esa cláusula, no pretendíamos ni señalar ni hacer una caza de brujas. Y, además, no reproducíamos el contrato completo, solo el párrafo en cuestión. Pues… ya te puedes imaginar, querida amiga… no solo quisieron hacernos callar, amenazaron con denunciarnos. Pondrían todo el tema en manos de sus abogados y tendríamos noticias muy pronto porque patata y patata.

En ese momento nos asustamos. ¿por qué? Porque las amenazas de los indeseables también asustan a veces, para eso las hacen. Son, una vez más, una forma de hacer callar a la gente. Diría incluso que forman parte de la estrategia de cualquiera cuya intención principal es que no dañen su «reputación» a pesar de ser ellos mismos quienes la dinamitan por completo.

De nuevo, unos cuantos meses después, alguien de nuestro interior se vio afectado por un problema con la empresa en la que estaba trabajando. Una que forma parte también del mundo de los tebeos. Estuvo años cobrando en negro y, de la noche a la mañana, decidieron dejar de contar con sus servicios.

Pusimos encima de la mesa hacer una denuncia pública y los problemas llegaron desde dentro mismo de la asociación. Una vez más estábamos frente a una de esas cosas que «no se pueden decir».

Hubo más y más y más discusiones y «avisos»… sobre hablar o no de partidos políticos, sobre participar de forma directa en actos organizados por ellos. O, yo qué sé, todo el escándalo de los saldos ilegales y los impagos de Dibbuks y las amenazas y las cartas y llamadas cruzadas con su abogado…

Ese campo, el de todo aquello que es tabú o que no debe hablarse en público es amplio, es flexible y va mutando con los años. Si una editorial saca un libro de ilustraciones con IAG y encima su jefe responde «aquí tenéis mis pelotas para empezar a lamer», es súper lícito lanzar todos los comunicados que hagan falta. Si en el mismo espacio-tiempo es perfectamente demostrable que tenemos varias empresas (incluso entre las firmantes de algunos de esos comunicados) que incumplen las leyes pues… «son cosas distintas y eso no se puede decir».

La lógica, como en cualquier otro ámbito, es que siempre podremos criticar en abierto a todo aquel que no consideremos de los nuestros y, sin embargo, cuando el que comete la falta es parte de alguna forma de nuestro círculo, es mucho más conveniente lavar los trapos sucios en privado o convertir determinados asuntos en anatemas.

Y, cuidado, que esto no pasa solo entre autoras y editoriales, no olvidemos que en este sistema tan chulo que nos hemos montado, hemos generado un precioso sistema de castas en el que si se considera que estás en los escalones de abajo se puede decir, hacer o insinuar de ti todo lo que se quiera, se te puede hablar desde la mayor de las condescendencias, con un total paternalismo o también desde el desprecio.

Ahora, si subes escalones, automáticamente se genera un aura protectora en la que incluso si alguien te critica por lo que sea, saldrán algunas a interceder, defender, animar o lo que haga falta.

Lo que no se puede decir constituye, sin ni siquiera tener que escribirlas, una serie de narrativas que pueden arruinar la reputación de cualquiera. Da igual si lo que se dice es cierto o no lo es. Si existen datos y conocimiento suficiente como para refrendar lo que se enuncia, eso no importa ni se tiene en cuenta. Se ha pasado una línea, se ha roto un código mínimo y eso es inadmisible.

Recuerden dos historias de los últimos años: lo del premio aquel para autoras que le entregaron al editor-divulgador y lo de la fiesta aniversario con paseos en camello. Y que nadie se confunda, aquí no voy a hablar de qué opiné yo en aquel momento o qué opinaste tú, eso es lo de menos.

Pero pensemos un solo instante: ¿cuántas veces en esos casos salió gente a comentar lo que se podía y lo que no se podía decir? Es decir, ¿cuántos esfuerzos se hicieron por ablandar, rebajar, o hacer más amables determinadas críticas? ¿Cuántas veces se dijo incluso aquello de «se puede hablar de todo, pero esas no son las formas»?

Tenemos un problema con esa lógica.

Cuando alguien la utiliza está obligando a que una discusión, una reivindicación o un debate público solo pueda mantenerse en el tono que le interesa a esa parte concreta. Es de primero de debate. Quien impone el tono tiene ganada media discusión. Puede imponerlo diciéndote que el tuyo es muy agresivo y beligerante y con eso además trata de devaluar tus reclamaciones, luchas o exigencias. Puede negarlo con un «eso no se puede decir» que en realidad esconde una intransigencia y una inflexibilidad completas bajo las que subyace un «no pienso hablar de eso porque no me interesa hacerlo».

Es más, puede ser la otra parte quien suba el tono con sus «si sigues por ahí te las verás con mi abogado» en un claro intento de amedrentar y sacar del todo la conversación del ámbito público.

E incluso pueden empezar a hacer circular narrativas contrapuestas con tal de ridiculizar los mensajes que se lanzan y restar fondo a lo que se expresa, como aquellos que decían «el problema es que no los llevan a ellos» que se decía (y se dice) en el tema de los camellos o los «Fulanito solo dice estas cosas porque tiene un problema personal con Menganito».

Ay, no, nada personal, solo negocios.

Si algo ha cambiado en los últimos años es que hay unas cuantas más asociaciones de autoras en el panorama con diferentes estilos y formas de actuar pero con una vocación clara: poner temas encima de la mesa. Temas de los que hay que hablar y en los que además, nadie tiene por qué imponer ni la forma ni el espacio en el que se puede o no se puede decir las cosas.

Cuando alguien llega al punto de hablar en público de determinados asuntos casi siempre ha sido porque se le han negado debates en privado o porque a la más mínima denuncia alguien ha dado un brinco, ha salido corriendo y ha advertido «eso no se puede decir».

Pues… mira, sí. Sí que se puede. Y se debe. Si existe una situación injusta se dice. Si existe una situación inmoral se dice. Si se va a denunciar la actuación de X o Y porque dañan al sector de forma colectiva se dice. Es lo más normal del mundo, es lo más deseable y, sobre todo, es lo más justo.

Hablar sobre los problemas nunca es malo, al revés, es necesario. Escoger la forma, el tono o el espacio, forma parte de la libertad de cada una. Querer limitar eso es complicado y es peligroso porque acaba derivando en la negación de los problemas o en comportamientos bastante alejados del diálogo común, abierto y público.

¿Cuántos asuntos comunes se han arreglado gracias a los «eso no se puede decir» y cuántos otros gracias a hablar las cosas por incómodas que estas parezcan?

Pues eso.