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Que le den a la resiliencia

En 2018 escribí un artículo para este mismo blog (que algún día retomaré con más energía) en el que trataba de dar algunas claves para interiorizar de alguna forma el fracaso y practicar la resiliencia, sí, ya sabes, la capacidad de levantarse después de los golpes.

Pues me equivocaba, vaya si lo hacía. Me equivocaba de la misma forma en que nos hemos equivocado todas comprando conceptos y discursos que, una vez más, empezaron a vendernos la psicología positiva, la inteligencia emocional y todos los gurús que llevan machacándonos desde el 98 (si escojo el 98 precisamente es porque es el año de lanzamiento del famoso libro de Goleman y también el año en el que el colegio americano de psicológos abraza la psicología positiva como doctrina principal).

¿Pero espera un momento? ¿En qué me había equivocado exactamente? Pues… me equivoqué en abrazar la idea de tener que aguantar cualquier perrería que te hagan porque si consiguen debilitarte te derrotarán.

Y es que ya la propia terminología que se suele utilizar en estos casos apesta bastante.

A ver si consigo explicar todo esto sin que acabe diluido en un montón de balbuceos ininteligibles.

Impedirte estar mal es un error

Estar jodido parece no ser una opción válida. Llevamos muchos años forzándonos a estar bien y desarrollando un absoluto rechazo al dolor en cualquiera de sus formas. Ante una mínima molestia nos medicamos, al menor atisbo de sufrimiento buscamos una solución que sea rápida y que no nos deje secuelas.

Estar mal, no solo nos afecta a nosotras mismas, también se ha convertido en algo a rechazar por los demás. Si expresas que estás pasando un mal momento o que algo te duele, enseguida alguien te dirá que hagas esto o aquello, que tomes algo, te aconsejarán que pienses de una forma mejor o incluso dirán que te puedes convertir en alguien tóxico, poco deseable para la convivencia, nocivo.

Todos los mensajes con los que nos han bombardeado durante más de dos décadas, toda esa doctrina de la positividad y de la huida de todo lo que nos cause el menor daño, nos deja metidos en una especie de burbuja en la que nos anestesiamos ante los golpes haciendo ver que no nos afectan, que debemos reponernos cuanto antes y que hablar sobre el impacto que nos han causado solo nos traerá problemas porque los demás no quieren tener cerca a esos cenizos que solo comentan lo que les sale mal.

Cuando fracasamos en algo y no prestamos suficiente atención a los motivos porque rápidamente debemos abandonar esas emociones, no aprendemos nada. Es más, desaprendemos. Restamos cada vez más valor al sentido crítico porque nos negamos cualquier análisis que vaya más allá de una docena de minutos.

«Hay que pasar página» nos decimos, «hay que seguir y seguir y montar algún otro proyecto» apuntalamos y son muy pocas las veces en las que nos preguntamos por qué algo no ha terminado de funcionar o si en realidad debemos aguantar algunos juicios que recibimos en silencio y sin incomodar.

Se nos dice que no debemos gastar nuestro tiempo analizando el dolor que sentimos porque no puede aportarnos nada. En su libro «La sociedad paliativa», el filósofo surcoreano Byung Chul-han dice que la sociedad está inmersa en el síndrome de la princesa y el guisante. Tanto nos hemos acostumbrado a huir del dolor, a sepultarlo bajo toneladas de supuesto éxito y selfies sonrientes, que el más mínimo contratiempo puede incomodarnos de tal forma que nos cause una desestabilización emocional muy dura.

Estar jodido, estar mal, disgustado, enfadada, ansiosa, iracunda o cualquier otro estado emocional negativo es completamente normal, forma parte del día a día de cualquiera e intentar minimizarlo o aislarlo de forma forzada solo lleva a esconder un monstruo bajo la cama que cuando salga lo hará engrandecido y arrasando con todo a su paso.

Cuando huimos del dolor que provoca un fracaso nos quitamos la oportunidad de aprender algo del mismo y además nos estaremos dejando llevar por esa corriente generalizada del «estar bien» del «ser fuertes» y del «hay que seguir luchando», términos que nos llevan a una especie de lógica deportiva que rápidamente hace que nos veamos inmersos en una competición, ya sea con los demás o con nosotros mismos.

Creación y carreras

«Carrera artística». «Es una carrera de fondo». «Es como una maratón». «No es un partido, es una liga». Los símiles deportivos, algunos más acertados que otros, pueden provocar en los creadores y creadoras la sensación de estar metidos en un torneo en el que han de resistir y resistir hasta llegar a la meta, porque solo gracias a superar todos los obstáculos y manteniéndose resiliente se llega a alcanzar el «éxito».

Entiendo el mensaje, yo mismo lanzaba uno muy parecido en aquel texto del 17, pero ahora, con algo más de experiencia y después de haber visto de cerca las entrañas de un mundo artístico y de haber leído y reflexionado mucho me temo que no lo comparto ya al cien por cien.

Creo que colocarse metas y objetivos con los que ir subiendo peldaños hasta llegar a una supuesta cima puede estar muy bien siempre que se sepan entender dos aspectos fundamentales.

El primero es que no todo vale con tal de llegar a cumplir tus objetivos. En estos últimos años he sido testigo de tantas malas jugadas de compañeros, de tantas y tan terribles puñaladas por parte de miembros de cada pata del ecosistema con la justificación de «yo tengo que mirar por lo mío» que me he dado cuenta de que NO, NO TODO VALE mientras peleas por tus sueños. De tanto insistir en mensajes de lucha y superación perpetua y de machacar con conceptos como que es una batalla solitaria, se generan recelos, desconfianzas, insolidaridad y se alimentan egos desmedidos.

El segundo es que hay que comprender que más importante que el adónde se quiere llegar es el por qué se quiere hacer lo que se hace. Si no existe una motivación genuina, auténtica y bien arraigada, dan igual las metas, las batallas, las peleas o las comparaciones con los demás. Es más, aquellas motivaciones que buscan el reconocimiento, la fama, el status, la transcendencia, el éxito y demás, suelen ser más vulnerables y se desinflan cuando en el corto y medio plazo no se ven recompensadas con un poquito de lo que se busca.

Evidentemente yo no soy nadie para explicarle a los demás cómo comportarse o qué debería motivarles para ejercer una profesión u otra, solo faltaría. Hablo de mi experiencia, de la gente con la que me he ido encontrando y del camino que he podido transitar hasta el momento.

Al final, lo único que me ha ayudado a mí en momentos de incertidumbre, de querer mandarlo todo al carajo (que han sido muchos) o de pesadumbre, siempre ha sido un esfuerzo por reconectar con el motivo principal por el que empecé a escribir: disfruto contando historias y cuando el fracaso aparece en forma de negativas o críticas le abro la puerta y le invito a quedarse el tiempo que necesite.

Ya no hago esfuerzos por levantarme y seguir peleando. Prefiero comprender y extraer una lección, pero no se aprende nada de reaccionar siguiendo hacia delante sin más.

En los tiempos del «no tengo tiempo» lo único que me ha ayudado en mis peores momentos es parar, echar el freno y dejar que cada emoción tarde lo que tenga que tardar.

Eso es lo único que me permite aprender de verdad del proceso y, sobre todo, saber que seguir corriendo con las heridas abiertas solo sirve para lesionarse.