En su libro «La musa en el laboratorio», Daniel Tubau insiste en numerosas ocasiones en la necesidad de mantenerse siempre alerta en las diferentes fases del proceso creativo, especialmente en las primeras. De esa forma es más que posible que nos lleguen una buena cantidad de estímulos que nos inspiren, o al menos nos aliente, a buscar nuevos caminos o a plantar la semilla para nuevas historias.
Ahora podría pasarme un par de horas explicando diferentes teorías que refuerzan esta idea de «mantener siempre las orejas levantadas» tratando de conseguir eso que siempre perseguimos los profesores cada vez que nos plantamos delante de una clase: hablar mucho con la esperanza de que al final de la jornada al menos les haya quedado clara alguna cosa.
Sin embargo voy a hacer algo mucho más útil, rápido y ameno: recurrir a mi maravilloso anecdotario personal para buscar un ejemplo que ilustre a la perfección aquello que quiero contar.
Vamos a ello, prometo no ser aburrido o al menos lo intentaré tan fuerte como todos aquellos aguerridos caballeros que quisieron sacar la espada de la roca.
La inspiración me pilló trabajando y blablablá
Era el año 2017, acababa de salir al mercado el que era mi cuarto tebeo, pero que muchos consideraban mi primer trabajo (porque buscar en google debía suponerles un esfuerzo mayúsculo). Llevaba por título «Ojos grises» y estaba protagonizado por unos chavales en el verano anterior a las olimpiadas.
Esos chavales iban en bici, escuchaban música en un walkman y pasaban la tarde en naves abandonadas o en solares en los que se estaba levantando alguna obra. Por supuesto no tenían nada que ver ni con los Goonies ni con Stranger Things, pero si me hubieran dado tres euros cada vez que alguien me mencionó una cosa o la otra, me habría hecho rico y ahora estaría escribiendo esto desde algún paraje paradisíaco y no desde un piso de alquiler cochambroso.
El caso es que cada vez que se estrenaba un nuevo trabajo a mí me daba una pájara. Lo digo en pasado, pero me sigue pasando. A veces me consuelo pensando que es un mal que asola a todos los que escribimos, pero he preguntado y no, es cosa mía. Después continúo tratando de relacionarlo con el hecho de que soy guionista en un mundo meramente visual y cuando deciden editarme un trabajo nunca jamás es por mérito mío, depende exclusivamente de quién dibuja y, bueno… esto sí que tiene mucho que ver con la realidad…
Para enfrentarme a ese momento de bajón me pongo a trabajar. Pongo en marcha la rueda de las ideas y empiezo a buscar temas, personajes o ambientes en los que me gustaría zambullirme para contar mi próxima historia.
Ese es un momento que llega un poco después de la bajona total, que me dura entre dos y seis semanas desde que el nuevo título llega a las librerías. Esa «travesía» puede llegar a dejar mi autoconfianza tan baja que me haga plantearme estudiar un curso de programación porque creo que es un trabajo igual de solitario que el de escribir y, al menos eso, ya lo tendría asimilado.
En todas esas horas de búsqueda ocurren diferentes fenómenos que son dignos de mención. A veces, mi obsesión se centra en un único tema o, más bien, en un único objetivo del tipo de «quiero hacer algo sobre inteligencias artificiales». A partir de esa idea empiezo a bucear por las redes, algunos días a muchísima profundidad, es decir, en publicaciones científicas que apenas podré comprender, y otros me basta con titulares de periódicos con más o menos cantidad de clickbait.
Otras veces, la obsesión es mucho más dispersa. Sé que quiero iniciar un nuevo proyecto, tengo ganas de ponerme cuanto antes, pero no tengo ni idea en cuanto a temática, género y demás. No son pocas las veces que en esos momentos pulsaba en aquello de «voy a tener suerte» de google o en la página aleatoria de la Wikipedia. Por suerte esa fase no dura mucho, cuando te salen tres ayuntamientos de la Toscana y el compuesto activo de un medicamento contra la tos, enseguida asumes que lo que estás haciendo dista mucho de ser un método de trabajo.
Es en esos momentos cuando recurro a una antigua técnica ancestral que muy pocos comentan: hablar con los demás. Charlo durante un rato con algún compañero, me intereso por los proyectos que tienen en marcha (para ver si puedo robar alguno), les digo que yo ando medio perdido y, casi siempre, consigo pescar algo.
Ojo, no pesco una pieza inmensa de 15 kilos que me va a quitar el hambre un año, lo que capturo es poco menos que una simiente.
Volviendo a la anécdota después de la publicación de «Ojos grises» recuerdo que hablando con un compañero me enteré de que estaban poniendo en marcha una colección de crónica negra española tratada desde un punto vista un tanto diferente. Todavía no había llegado la moda de los true crimes o al menos no estaba en un momento tan álgido y se buscaba un tratamiento más psicológico y menos periodístico.
Empecé la búsqueda. Pasé por la vampira de Barcelona, por el asesino de la baraja, el asesino del rol… Tenía muchas dudas, pero finalmente encontré algo: Romasanta, el hombre-lobo gallego, el mayor asesino en serie documentado en España y el único condenado por licantropía en toda nuestra historia judicial.
Había llegado al momento en el que ya podía zambullirme de verdad. Y vaya si lo hice. Rebuscando y rebuscando llegué a dos peculiaridades espectaculares de ese caso. La primera es que un doctor braidista (precursores de la hipnosis) escribió a Isabel II para tratar al preso y librarlo de su maldición. La segunda es que en 2014, el antropólogo forense Fernando Serrulla, presentó una teoría según la cual Manuel Blanco Romasanta era en realidad Manuela y su intersexualidad, en pleno siglo XIX, había sido visto como una maldición en el ambiente rural en el que nació.
Tenía mucho hilo del que tirar.
Pero entonces pasaron cosas
En esa fase de búsqueda de documentación es muy sencillo que nos dejemos llevar por impulsos que estimulan nuestra curiosidad. Si estamos investigando en una hemeroteca, rápidamente nuestra vista se sentirá atraída por gran cantidad de titulares. Es cierto que no estarán relacionados exactamente con nuestro objeto de estudio y, sin embargo, allí están, esperando con pose sexy para reclamar toda nuestra atención.
Si fuésemos una especie de cyborgs capaces de decidir qué porcentaje de atención dedicamos a cada tarea en cada momento (algún día lo seremos), podríamos realizar toda esa labor de recopilar información de manera mucho más precisa y ajustada a nuestras necesidades.
Pero por suerte no lo somos y ese caos que nos obliga a mirar aun sabiendo que no hay nada ahí para nosotros es maravilloso. Sin curiosidad no hay guionista, así que más que lamentarse, hay que venerarla.
Leyendo un artículo más sobre Romasanta me topé con una columna titulada «¿Quién era Dragan Dabic?» escrita por la cineasta Jasmina Tesanovic y mi cabeza explotó.
Esto ya lo conté en muchas entrevistas, aquella pieza que me encontré de casualidad en un periódico es lo que me motivó para escribir «El espíritu del escorpión» y para empaparme de todo el conflicto étnico de los Balcanes.
Es más, el impacto fue tan grande, tan definitivo, que cualquier otro proyecto bajó inmediatamente varios escalones en la pirámide de las prioridades. La búsqueda había fructificado, sí, pero para nada había obtenido la cosecha que buscaba.
Si el tema era «crónica negra española» yo había atravesado un universo gigantesco para hablar de la vida y la muerte, de la mentira y de los monstruos interiores de un loco sanguinario.
Y esto trajo consecuencias, claro. La primera es que la historia de Romasanta, con una gran cantidad de documentación preparada, se quedó metida en un cajón virtual esperando tiempos mejores.
La segunda es que «El espíritu del escorpión» me enganchó a la mesa de trabajo como nunca me había enganchado nada antes. Descubrí lo que era escribir con auténtica pasión y con un respeto infinito por cada línea.
La tercera es que toda aquella documentación no se quedó en el olvido, estuvo macerando. Nuestro cerebro no es capaz de desprenderse de algo con lo que lo hemos estado estimulando tanto tiempo, así que, a pesar de ese tiempo en la carpeta, «Los sueños del lobo» verá la luz muy pronto.
¿Y qué conclusión se puede sacar de todo esto?
Pues una muy importante: a la batalla de buscar ideas hay que ir preparado para todo. Puede que encontremos lo que necesitamos, puede que no o puede incluso que sí, pero luego decidamos cambiar por el camino.
Por eso hay que mantenerse abierta, curiosa y con ganas de aprender. Si solo pudiese dar un consejo a alguien que quiere empezar a escribir sería algo muy similar a eso.