Pues no. No paro. Ni creo que deba parar, la verdad. Hacerlo sería como rendirse. Y uno no debe abandonar nunca aquello que le gusta. Quizá por eso la vida de un guionista de cómics es como la de un tiburón blanco. Si dejas de nadar, te hundes. O dicho de otra forma, si dejas de escribir, desapareces. No debería de ser un concepto difícil de entender y, sin embargo, cada vez que cuelgas imágenes de un nuevo proyecto o una nueva publicación a punto de ser editada ya se vislumbra en el horizonte, son innumerables las voces que te gritan casi al unísono un “JODER, NO PARAS” que no para de resonar en tu cabeza con un deje inevitable de reproche.
A muchos les causa estupor tu velocidad frenética de trabajo, tu torrente inagotable de ideas o lo prolífico que te muestras en redes y foros de una u otra manera. Guiones, charlas, presentaciones, reseñas, artículos… joder, no paras. Y sí, es cierto, no paro. Al menos intento que parezca que no lo hago. Porque parar es perder inercia, desvanecerse y caer en el olvido. Ya sabéis, el jodido tiburón blanco. Comer para que no te coman, el lobo es lobo para el hombre y todas esas memeces de resistencia genética a las que tan afines somos los humanos.
Una de las razones de este extenuante ritmo gira, como no podía ser de otra manera en el siglo XXI, en torno a Internet. Vivimos en un mundo en el que la triste hegemonía de nuestra vida virtual en redes sociales se ha impuesto a cualquier otro tipo de interacción más “física”. Eres tan importante como tu presencia en lugares como Twitter, Facebook e Instagram, monstruos que exigen sacrificios continuos y un nivel de implicación casi exclusivo. Un horno voraz que, mal gestionado, te puede llevar a la locura. Hay que estar y, lo más importante, aparentar que se está. No es tanto lo que eres como lo que parece que eres. No es tanto lo que produces como lo que la gente ve que produces. Y esa es una de las razones principales por las que, a menudo, mostramos nuestro proyectos y trabajos, cual lomo plateado que se golpea el pecho buscando dejar claro que sus gónadas son las más grandes de la manada. Pura fachada. Puro marketing.
Claro que esa no es la única razón. Qué va. Ojala lo fuera. La triste realidad es que no se para porque es la única manera de conseguir una rentabilidad miserable en un negocio mayormente ruinoso. Cuando los márgenes son tan ridículos, el volumen es el modificador que puede permitir que te pagues un viaje de vacaciones aceptable con lo que sacas de los cómics. Y me explico. Lo que recibes por escribir un tebeo es una pequeña porción del precio de venta del mismo. Eso, unido a que lo tienes que dividir con dibujantes y coloristas (un guionista que no sabe dibujar está condenado a repartir SIEMPRE), hace que el montante total que percibes a la hora de liquidar un cómic no justifique la enorme cantidad de horas invertidas en el proyecto. Por tanto, lo único que te queda es diversificar, extender tus tentáculos a cuantos cómics puedas y confiar en que la acumulación de pequeños granos de arena formen, al final, suficiente tierra como para llenar la caja en la que mea y caga tu gato.
Entonces, ¿eso es todo? ¿La creación literaria no es más que un balance contable en el que uno intenta subsistir? Evidentemente, no. De ser así, un noventa por ciento de la producción nacional nunca vería la luz. No se haría. Se leerían los contratos, se echarían cuentas de manera fría y objetiva, y nos reiríamos en la cara de los que te presentan dicho documento antes de irnos al Primark a reordenar montañas de ropa. Por fortuna (o desgracia, como luego explicaré), en el fondo real del “joder, no paras” hay una razón mucho más poderosa, mucho más sincera y prístina por la que no dejas de escribir cómics, y supongo que es muy fácil adivinar cuál es. En efecto. Es una razón llamada amor. Un amor puro y desmesurado por el cómic, por el arte de la escritura y por esa magia sin parangón que te inunda cuando cuentas historias.
“Joder, no paras”. Pues no. Ni pienso. Porque he encontrado mi camino. Ese que te llena, te satisface y te realiza. Ese que hace que las horas parezcan segundos mientras aporreas el teclado. Ese que hace que sonrías cada vez que finalizas la página con un gran FIN. Eso lo compensa todo. Y por eso mismo todo este negocio es bastante injusto. Sí. Habéis leído bien. El mundo de la historieta no es nada justo. No es justo porque el motor principal de nuestra industria es la ilusión, el amor y ese momento de poco velado orgullo que sientes cuando ves tu nombre impreso en una portada. No es justo porque como negocio, el beneficio económico debería ser el auténtico acicate de todos los eslabones de la cadena productiva, y la ausencia de viabilidad económica real para todas las partes debería desembocar, de manera inevitable, en la quiebra de dicha industria. No es justo porque para empezar en esto debes asumir que vas a cobrar una mierda, una extensión de esa cancerígena costumbre del becariado que ha transformado a muchos principiantes en auténticos esclavos con la excusa de la experiencia. Pero es lo que hay. Y es lo que hay porque no soy especial. Ni único. Ninguno lo somos. Porque los “joder, no paras” del mundo del cómic somos legión. Una marea casi inagotable de guionistas con ganas de contar cosas, escritores que suman trabajo tras trabajo con la esperanza algo inocente de que la facturación trimestral sea una cantidad respetable a base de acumulación, y no un aperitivo con cerveza y olivas en la tasca de al lado de tu casa. Un tsunami de narradores que, condenados por la lacra de una incapacidad pictórica manifiesta, aprovechan su verborrea para encadenar encargos gracias a la superior inmediatez de la palabra frente al dibujo. Es así. Vamos más deprisa. Esa es nuestra única ventaja. Venga, no seáis plomos y dejad que al menos nos aprovechemos de eso.
“Joder, no paras” dicen en el Facebook cuando cuelgo algunas imágenes de mi enésimo proyecto, cuajando el comentario de emoticonos y exclamaciones para darle el adecuado matiz cariñoso o irónico. Pues no. No paro. Ya pararé cuando esté muerto.