Saltar al contenido

La criminalización de la protesta

A estas alturas ya sabrás, querida amiga, que pasaron cositas en La Vuelta. Si no te has enterado de eso, pues… yo qué sé…

También sabrás que el estado asesino de Israel ha matado a más de 65000 civiles en Gaza y entre ellos a más de 18000 niños y niñas. Para que te hagas una idea, esa cifra equivale a toda la población de ciudades como Segovia, Teruel, Soria, Pontevedra, Cuenca, Ávila, Zamora, Ciudad Real o Toledo entre otras. Sí, todas ellas capitales de provincia. Ahora imagina que alguien decidiese bombardear y masacrar a la población de Pontevedra de forma continuada durante dos años y nadie hiciese nada. ¿Loco, verdad?

Entre las formas de presionar a nuestra clase gobernante para que haga algo, que deje de postergarlo más y que rompa todo tipo de relación económica y diplomática con los criminales están la protesta, la desobediencia y esa clase de acciones. Porque, ojo, que esto no va solo de impedir que se desarrolle una «fiesta del deporte» a su paso por Mos y sirva de mensaje a Netanyahu. A Netanyahu se la suda lo que tú, ciudadana de a pie de una pedanía diminuta, opines.

Aquí se trata de presionar a gente que se llaman Pedro, Carlos, Margarita, Carmen o Fernando para que dejen a un lado la cobardía (y determinados intereses económicos) y hagan lo que hay que hacer mucho antes de que la historia termine dejándolos en la posición en la que ya están: los que pudieron hacer un esfuerzo por parar el genocidio y no lo hicieron.

En cualquier caso, esto sigue siendo Escribiendo Cómics y seguramente te estés preguntando qué demonios hago yo hablando de estas cosas. Paciencia, paciencia, solo un poco más, prometo llegar a algo relacionado con los tebeos de forma tangencial.

Hace ya muchos años que en nuestro país enarbolamos aquello de «se puede protestar, pero no así» o lo de «tienen todo el derecho de quejarse, pero esto es inadmisible». Cualquiera que dedique veinticinco segundos a analizar ese planteamiento se dará cuenta de que es una paradoja y, sin embargo, es algo que ha calado. Hay gente, mucha gente, que piensa que hay maneras buenas y malas de protestar.

Siempre que reflexiono un poco sobre esto vienen a mi cabeza las huelgas de controladores aéreos y cómo corría como el correcaminos la premisa de que esa gente no podía quejarse de nada porque son todos unos ricachones que viven en la mansión del Tío Phil.

Aquí en Vigo recuerdo las críticas a la huelga de conductores de bus porque era demasiado larga y no había derecho. O las huelgas del metal porque tiraban muchos petardos y paralizaban la ciudad.

No falla.

La clase política tratará de aprovecharse de la protesta en un sentido u otro. Los de un lado la condenarán y dirán que terrorismo, muerte y destrucción y los del otro dirán que la aplauden y que demuestra que somos un pueblo comprometido y que nos besan la frente muy fuerte.

Solo un pequeño apunte: si por la mañana dices en un mitin que las protestas te encantan y las apoyas, por la tarde no envías a la policía a dar palos. No sé… digo yo…

Lo cierto es que cada uno de los bandos llena las tertulias y las redes con opinadores de su cuerda para que nosotras en nuestras casas tengamos siempre a mano algún discurso que nos mole para repetir al día siguiente mientras nos tomamos el café con las compañeras. Algo rápido, picadito, un minutito bien condensado y que contenga tres o cuatro palabras clave.

Retomo: en todas las protestas habrá alguien que acabe marcando el límite de hasta dónde le parece que se puede escalar. ¿Y dónde suele ponerse esa línea? En no protestar. No se dice directamente, claro, se sugiere con una buena tanda de eufemismos: «hay que buscar el diálogo», «hay que mostrarse abierto», «yo prefiero las protestas que hacía Gandhi» y un larguísimo etcétera…

Seguro que recuerdas que a finales del año pasado el ministerio de Cultura puso encima de la mesa un proyecto de real decreto que pretendía regular la inteligencia artificial de forma muy lesiva para las autoras. Se armó cierto revuelo en redes durante unos días y poco después salió una carta de apoyo a la propuesta por parte de algunas sociedades de gestión de derechos.

Todo aquello sucedió en el mes de diciembre y en enero había que enviar una delegación inmensa de autoras y gentes de los tebeos a conquistar Angulema y demostrar que somos la repanocha.

Algunas voces, pocas, expusieron que si lo del proyecto de real decreto no se solucionaba y seguía adelante había que aprovechar la ocasión para protestar durante el sarao francés. Alguna gente se puso nerviosa y se sacó de la chistera la palabra BOICOT.

Es posible que no me creas porque si lo piensas un poco parece demasiado loco como para ser cierto. Se cruzaron muchas llamadas telefónicas, se sacaron las cosas de quicio y se construyó un relato de lo que estaba pasando: «algunos autores (conocidos internacionalmente como «los de siempre») están organizando un boicot en Angulema y van a arruinar todo el trabajo y el esfuerzo que llevamos realizando durante meses y años (décadas incluso)».

Tensión. Nervios. Mandíbulas apretadas. Esfínteres bien cerrados y muchas y muy variadas llamadas al orden. Las cosas se fueron llevando a situaciones cada vez más rocambolescas. Desde el ministerio, viendo que el proyecto de real decreto no estaba encajando del todo bien (por lo que sea) decidieron montar reuniones con representantes de diferentes sectores. Se reunieron con gente de la música, del audiovisual…

Se reunieron también con gente de las asociaciones de ilustradoras y su maravillosa abogada y también con gente de los tebeos con una pequeña peculiaridad, no se invitó solo a las autoras como colectivo afectado directamente por lo que proponía la nueva norma, también se invitó a la Sectorial del Cómic.

En aquella reunión se explicó lo mismo que en el resto, solo faltaría. Y además se pudieron exponer nuestros problemas específicos, pero también se insistió en algo: hay que separar las cosas, no se puede hacer ruido en Angulema por esto, no tiene nada que ver y no se puede tirar por la borda tanto esfuerzo.

Y este es el punto al que quería llegar.

Nos hemos acostumbrado tantísimo a criminalizar y condenar cualquier tipo de protesta que a veces hasta ponemos el grito en el cielo antes siquiera de que exista algo de verdad. Nadie había propuesto nada parecido a un BOICOT. Es más, ¿cuál es exactamente el problema de que se hubiese propuesto?

Exacto.

«Es pasar un límite». «Se pueden decir las cosas, pero hay formas y formas». «Si está muy bien que estéis en contra de la IA, nosotros también, pero no es ni el momento ni el lugar». «Hay que ser inteligente, no se puede molestar al ministerio y menos ahora que nos escuchan y van a sacar las ayudas». «Si protestamos, ellos pueden cancelar lo de las subvenciones y volvemos otra vez a quedarnos como estábamos».

Meses después, ya casi un año, aplicando una mínima perspectiva, puede dar la sensación de que tenemos cierta tendencia a hiperventilar con asuntos que son absolutamente normales y hasta deseables. Que un colectivo piense que una situación es injusta e inadmisible y quiera expresarlo es lo más normal del mundo. Si se expresa de forma sosegada y tranquila y no se hace nada (o se buscan todo tipo de excusas para no hacer nada), es normal decirlo un poco más fuerte.

Es simple historia de la humanidad.

Más allá de la anécdota concreta que en realidad no tiene trascendencia alguna, el problema enquistado es la criminalización de la protesta y la brújula moral en cuanto a la forma de realizar esa protesta. Si no se ajusta única y exclusivamente a como nosotros queremos que se haga enseguida sacamos el argumentario para tapar que seguramente el problema es que quien está protestando no nos cae bien o entra en conflicto con nuestros intereses.

Deberíamos celebrar que en nuestro sector alguien piense en protestar de vez en cuando.

¿Imaginas cómo sería todo esto si nadie hablase de machismo en el mundo del cómic? ¿Si nadie hablase de pobreza? ¿Si nadie hablase de abusos mediante acuerdos y contratos que serían inadmisibles en cualquier otro sector?

Pues mira, sí, me lo imagino, pero son solo imaginaciones mías.