Hace más de veinticinco años, cuando no era más que un estudiante del viejo bachillerato, tuve la suerte de coincidir con uno de esos profesores que te marcan, que de alguna manera consiguen transmitirte la pasión por algo.
Se llamaba Luis, Luis Lanero, y era profe de literatura. Más allá de temarios reglados, estaba obsesionado con conseguir que nos gustase leer. En aquel entonces, segunda mitad de los 90, la lectura no era la actividad más popular entre los adolescentes de mi barrio. No voy a decir que nadie leía nada porque sería mentir y tampoco he mirado ni voy a mirar lo que decían los informes de hábitos de lectura por aquel entonces porque ese no es el punto al que quiero llegar.
Entre las diferentes estrategias que tenía Luis para conseguir que nos gustase leer estaba la de no recurrir a las lecturas obligatorias, o al menos, no de la forma habitual. No te pasaba una lista con unos títulos cerrados e inamovibles, podías leer lo que te diese la gana con una única condición: debían ser siete títulos a lo largo del curso. Podías organizarlo como quisieras, leer más en el primer trimestre o en el último, leerlo todo del tirón o dejarlo para el último mes y agobiarte.
Tú te organizabas, tú elegías los títulos sin ningún tipo de censura ni cortapisa y según ibas leyendo entregabas una libreta con breves comentarios de texto sobre lo que habías escogido.
Pongámonos en situación, tienes 15 años, un profesor te está diciendo que no es obligatorio que leas «La Celestina», «Hamlet» o «Crimen y castigo» y que puedes escoger lo que te dé la gana, ya sea porque quieres algo que te permita acabar rapidito o, simplemente, porque te apetece más.
Una maravilla. Un sistema que después yo mismo he replicado porque sigue sirviendo no solo para hacer que las alumnas lean, sino para que se acostumbren a analizar de alguna forma lo que han leído sin que eso signifique tener que hacer un examen.
Pero había algo más que apasionaba a Luis, algo que también le tengo que agradecer, era un auténtico fanático de «La Odisea».
Déjame aclarar algo, querida amiga, en aquel momento en que me dio clase, aquel hombre estaba muy cerca de la jubilación. ¿Cómo de cerca? No lo tengo claro, cuando tienes 15 años y ves a un señor que pasa de los 60 te parece que tiene la edad de una galaxia y que puede convertirse en polvo de huesos en cualquier instante.
Además, de vez en cuando le bailaba un poco la voz, algo ciertamente característico porque tenía tendencia natural a alargar las palabras. A modo de anécdota siempre recuerdo que una vez en clase me preguntó a qué me gustaría dedicarme al terminar el instituto. Respondí que me gustaría ser jubilado (sí, me comí un payaso de pequeño, no lo puedo remediar). Sonrió y me dijo: «eres un zááááángano». Zángano. En serio. Tenía que ser viejísimo, no había otra opción.
En otra de sus clases (sé que las calcaba de un curso a otro porque aquel año repetí curso por vainas médicas que no vienen al caso), hablando de la Segunda Guerra Mundial, siempre decía que los nazis eran terribles, pero había que reconocer que tenían un gusto estético exquisito y añadía: «a todos nos gusta un poco el militariiiiiismo». Bueno, Luis, no sé…
El caso es que dedicaba varias sesiones a contarnos cosas de Ulises y de su periplo para volver a casa. La fascinación con la que hablaba de aquella obra con más de tres mil años resultaba muy curiosa. En una de las ocasiones empezó a apuntar en la pizarra todos los temas que trataba Homero en la que él llamaba «la primera de las grandes novelas».
—Trata la mitología— se giraba y apuntalaba —con los dioses y diosas del Olimpo mezclándose con los humanos y ¿sabéis que es eso? Eso también es magia —otro apunte— pero también es engaño —otro apunte más.
Y seguía: apuntaba familia, retorno, heroicidad, guerra, amor correspondido y sin corresponder, la identidad, el miedo a ser olvidado, la venganza, la fidelidad…
Así seguía y seguía hasta llenar la pizarra por completo. O casi, porque se dejaba intencionadamente un hueco para acabar con un: «fijaos, toca incluso el tema de las proezas deportivas» y acto seguido escenificaba el momento en el que Ulises, antes de la masacre, hace pasar una flecha entre los colgadores de las hachas en un tiro casi imposible.
Ya no se trata de si a mí me gusta más o menos esa obra (la adoro con todo mi ser y la tengo en varias ediciones, formatos, traducciones…) la clave es que la leí por primera vez gracias al entusiasmo de Luis. ¿Conecté con ella en aquel momento? No… y sí…
No me alucinó, era una edición de baratillo de clásicos universales muy poco cuidada y con una traducción que era cuanto menos sospechosa. Se me hizo un poco cuesta arriba y encima escogí para leerla un período de exámenes en el que se me acumulaban cosas, todo ello sumado a que en aquel entonces tenía una intensísima y súper demandante vida social.
En parte lo comparo con la primera vez que mi padre nos puso «Blade Runner» a mi hermano y a mí prometiéndonos que íbamos a ver una de las grandes obras maestras del cine. Y, bueno… le dijimos que nos había gustado mucho más «Perseguido».
Leí por segunda vez «La Odisea» siete u ocho años más tarde y entonces me di cuenta mucho mejor de todo lo que motivaba el alucine de Luis. Porque no era solo lo que estaba escrito, era el fondo, la historia más allá de la trama, el contexto, la propia cuestión homérica y todo lo que significa para los que contamos cosas.
La semana pasada me compré la nueva edición de «Odisea liberada» de Blackie Books que incluye de nuevo las ilustraciones de Calpurnio y el texto con la conversión en prosa de Samuel Butler y la traducción de Miguel Temprano García, pero esta vez en un formato muchísimo más cómodo y accesible. Voy leyéndola poco a poco. Un canto cada vez.
Y lo cierto, amiga mía, es que experimento cada día eso a lo que llaman el sentido de la maravilla. La forma de organizar las tramas, la voz de cada personaje, la interacción entre dioses y humanos, la incorporación de flashbacks, el inicio in medias res, las referencias constantes a otros episodios que forman parte de todo un universo fantástico y mágico…
Solo pensar en todo el tiempo que ha pasado, en todas las veces que se ha leído y en todas las personas alrededor del tiempo que la han disfrutado… uf, abruma y, a la vez, me genera una doble sensación de profundo respeto. Por la obra y por la persona que fue capaz de transmitir a un grupo de chavales la pasión por la obra.
Hace un tiempo hice un curso online impartido por Alan Moore. Hay varias partes en las que menciona lo importante que puede llegar a ser la lectura. Hay libros que han cambiado la historia de la humanidad. Hay libros que te cambian la vida. Te dejan una huella tan profunda que dejas de ser la misma.
Y eso es pura magia.
No conocí tanto a Luis como para pensar que «La Odisea» le cambió la vida, lo que sí que sé es que gracias a su empeño y a su admiración por ella me cambió la mía.
Creo que no se le puede pedir más a un maestro.