En el 2019, durante la celebración de aquello que todavía se llamaba Salón del Cómic de Barcelona, nos reunimos apenas una decena de guionistas para hablar sobre algo que considerábamos capital: la necesidad de constituir una asociación propia que reflejase nuestras inquietudes y que hablase sobre lo que nos importa.
Y lo hicimos. Tardamos un par de meses entre propuestas, debates, burocracias y toda la maldita charla estatutaria. Conseguimos poner un suelo, unos cimientos más o menos sólidos que nos sirviesen para tener un sostén abstracto e ideológico al que volver en los momentos de dudas y zozobras.
El caso es que echamos a andar y ya desde el primer momento se notó en falta algo. No teníamos equipo dinamizador como tal. Así que, con ciertas dosis de masoquismo, me dije que si tenía que tirar iba a tirar. Aprendí, un poco por las malas, que los cargos con nombre no sirven de nada en el mundo del asociacionismo. Ojo, que esa ya me la sabía después de haber pasado por otras asociaciones, pero aquí lo constaté de manera mucho más clara.
Tras un primer año de auténtica locura y cierta sensación de soledad hice algo que mucha gente no hace, que a veces incluso está mal visto: pedí ayuda. Y la ayuda no solo acudió, sino que hizo que todo cambiase. A lo largo de los siguientes años y hasta hoy en día, en ARGH se creó un equipo de trabajo que con sus altibajos, sus idas y venidas y sus discusiones, siempre se ha mantenido más o menos estable en torno a las 8, 9 o 10 personas.
Cualquiera podría pensar que esa es muy poca gente, que con eso poco se puede hacer, y yo solo podría responderle a esa gente: inténtalo, amiga, ponte a ello y me cuentas.
Hace unas semanas tomé la decisión de dar un paso atrás. Dejar la asociación después de cinco años de trabajo y de haber puesto la cara en multitud de situaciones y ambientes distintos. El motivo principal nada tiene que ver con el hartazgo o la falta de energía. Me gusta el asociacionismo, me gusta mucho y, por el momento, me sobra energía para al menos otros cinco años.
Sí que molesta cierta apatía e indiferencia. Cuesta mucho comprender los «no tengo tiempo» de algunas, o más bien, cuesta aceptarlos desde el mismo instante en que todo el mundo es más que consciente que «no tengo tiempo» es el mantra al que todas nos hemos acogido desde que arrancó el siglo veintiuno y eso no va a cambiar.
También cuesta (y esto a mí me cuesta muchísimo) el no aprovechar las oportunidades que están encima de la mesa. Desde principios de este año, gracias a la labor incansable del grupo de trabajo en torno al Estatuto del artista, las asociaciones pueden actuar judicialmente en representación de sus asociadas.
Esto, que puede sonar un poco raro, significa que al fin se ha abierto de forma clara la vía judicial. Y esa, querida amiga, es la más rápida y la más apropiada para cambiar las cosas. Si llegan las denuncias conjuntas llegarán las sentencias. Si llegan las sentencias llegará la jurisprudencia. Si llega la jurisprudencia llegará la necesidad de legislar acorde a esa jurisprudencia. Si llegan nuevas leyes mejorará nuestra situación o, al menos, pasarán a ser ilegales y se castigarán determinados usos habituales que hoy día campan a sus anchas en el mundillo.
Pues… por mucho que se insista en esto, estamos instaladas en el inmovilismo, en adaptarnos a la situación por mala que sea, en naturalizar el discurso de los que tienen la sartén por el mango y en sumarnos a eso de «todos en el mismo barco» y similares. Y sí, es posible que vayamos todas en el mismo barco, pero algunas viajan en primera clase mientras que otras estamos hacinadas en un cuartucho con goteras al lado de la caldera.
Pero a pesar de la apatía o de la disparidad de opiniones con respecto al ritmo que se le debe imprimir a las reivindicaciones. A pesar de las discusiones sobre el tono que casi siempre quieren sustituir a las discusiones sobre el fondo. A pesar de las broncas y de las sonrisas sibilinas de quien se guarda un puñal tras la espalda, repito que energía, ganas y determinación no faltan. Puede haber sensación de estar quemado, sí, pero eso se pasa con un paseo, un par de días de playa y preparando algún acto, evento o lo que sea.
Sin embargo, hay algo que hizo que todo saltase por los aires y me convenciese de dar un paso atrás. Hace unos meses dos socios decidieron enzarzarse públicamente. Uno de ellos fue estafado, machacado e insultado por un editor que no solo sacó de la circulación varios de sus títulos, sino que además le pedía una cantidad de dinero para poder recuperar su obra y poder explotarla de nuevo (algo que el editor no estaba haciendo a pesar de ser su obligación).
El otro decidió posicionarse del lado del editor menospreciando e insultando a su compañero e iniciando toda una campaña de desprestigio.
El tono fue subiendo día a día y llegaron a utilizarse palabras gruesas y amenazas de todo tipo. ¿Y qué pasó? Nada. No pasó nada. Los demás asistimos perplejos a ese intercambio público de barbaridades que no pocas veces acabaron entrando en el terreno personal. Ante todo esto yo no soy capaz de seguir. Un socio insulta y humilla a otro en público mientras parte de su dinero se destina a que el otro pague la abogada con la que está buscando un acuerdo con el editor en cuestión.
No tiene ningún sentido.
Pero lo peor, más allá de la disputa y, aunque sea evidente quién tiene razón, es el tremendo daño que se hace a todo el gremio. Es incalculable. Se lleva a la arena pública, al barro más profundo, un asunto que solo tiene solución en los juzgados o en los despachos. Se genera una terrible sensación de desprotección, de falta de compañerismo y de desamparo. Salta por los aires cualquier concepto de comunidad y, mientras tanto, todas aquellas que hablan del barco común y del rumbo hacia el que tenemos que ir todas juntas, guardan un estrepitoso silencio en público y se carcajean en privado.
Y por eso lo mejor es dar un paso atrás. Sin dramas y sin historias. Yo he perdido la capacidad de mantenerme al frente de nada si este va a ser el ambiente. Montaré un pequeño colectivo para seguir sacando las iniciativas que más me apetezca e iré invitando a quienes les apetezca arrimar el hombro, pero será informal, de guerrilla y con el compañerismo como único pilar inquebrantable.
¿Por qué es mejor irse que quedarse y aguantar?
Porque cuando se tiene la sensación de haber fallado o de no haber sabido actuar a tiempo o sencillamente de no comprender en absoluto las reglas del juego en las que algunos se mueven, esta claro que ese no es el sitio. Podemos estar jugando al fútbol y, de repente alguien coger el balón con las manos, salir corriendo desde el medio del campo y meterse en la portería gritando como un loco que es el mejor jugador del mundo. El problema no es lo que haga ese, el problema viene cuando todos los demás no solo no le dicen nada, sino que además aparecen algunos para aplaudirle.
Por eso a veces es mejor marcharse, tomar aire, recapacitar, recobrar fuerzas y seguir de otra forma.